Por
Alberto Pinzón Sánchez
Miquela
estaba en Provincia hacía cinco años. Los Carranceros habían llegado a su
pequeña finca, situada en el pie de monte de la cordillera donde se inicia el estratégico
camino al río Minero y a las minas de esmeraldas, por la madrugada, cuando la
noche es más oscura y sin que los perros hubieran podido detenerlos, violentaron
y derribaron las puertas desvencijadas y
de madera corroída de la vieja casa de adobe donde vivía con su mujer y su hijo
pequeño. Los sacaron a empellones aún dormidos y aprovechando el estupor de la
sorpresa, en la explanada de tierra amarillenta que servía de patio de entrada
de la casa, dispararon sus ametralladoras contra ellos. Miquela, fue el primero
en caer acribillado y sobre él cayeron en un charco de sangre su esposa y su pequeño hijo sin tener tiempo de hacer
ninguna exclamación. Los Carranceros, con la punta del cañón de sus
ametralladoras revolvieron los cuerpos sangrantes aún y, quien comandaba el
grupo dijo secamente: - Listo. Misión cumplida. Están todos muertos, y luego
agregó imperiosamente- ¡Vámonos!
Miquela,
adolorido logró permanecer inmóvil y con la respiración leve y espaciosa hasta
cuando aclaró. El sol salió rápido, como de golpe, acompañado de una brisa
cálida y olorosa a pasto y ramazones y al poco rato, llegó el zumbido
terebrante del revoleteo de las moscas verdes y brillantes. Como pudo se
tocó el cuerpo dolorido. El muslo derecho entumido, estaba pegajoso y del
centro salía un hilito de sangre de color negruzco. A lo largo del abdomen sentía dos quemonazos y en la quijada, al lado derecho, un dolor
insoportable.
Reparó
los cuerpos inertes y aún cálidos de su
mujer e hijo. Habían muerto con los ojos bancos muy abiertos como los de una
vaca, y espantados. Unos cuantos pasos más allá alcanzó a ver los cadáveres degollados y sangrantes de sus dos perros.
Pensó
en gritar pidiendo auxilio, pero sabía que nadie lo escucharía y en cambio sí
podría alarmar a los restos de los Carranceros que pudieran estar en la
cercanía limpiando el camino a las minas de esmeraldas. Lentamente y con gran
esfuerzo se arrastró hacia la casa y a tientas se subió en la cama donde se
echó cuan largo era. Pronto un sueño profundo, como si fuera la muerte lo
embargó. Cuando la sed lo obligó a despertar, ya era de noche y el chirrido de
los grillos venía traído por pequeñas y suaves rachas de un de viento fresco
oloroso a humedad. Volvió a repasar sus heridas, esta vez quitándose la ropa y,
valido del pequeñito espejo cuadrangular que su esposa tenía en la cartera pudo
mirarse la cara. La herida de la pierna ocultada bajo un cuajarón negruzco
había dejado de sangrar; dos
dolorosísimos surcos negros y profundos, como de carne quemada, recorrían en
toda su extensión de un lado a otro la
piel del abdomen.
Y en el
lado derecho de la mandíbula tenía otra herida que llegaba hasta la boca y la
piel de toda la mejilla.
Se
acordó de que tenía algunas medicinas para veterinaria que usaba cuando sus
caballos o ganados, estaban enfermos o
se herían y, a rastras, apoyándose en un taburete, buscó ropa limpia y luego llegó
hasta la rudimentaria cómoda donde tenía
las medicinas guardadas. Reparó bien y encontró varios frascos de terramicina y
de sulfacol en polvo, y junto con la jeringa grande para animales que allí estaba, los logró empacar en su carriel.
Se deslizó afuera, hasta la alberca donde se almacenaba el agua de la casa, y
con la totuma del lavadero de ropa, se echó agua en las heridas y las lavó con
el jabón de la tierra usado por su esposa para lavar. Se aplicó el polvo de la
sulfadiazina, lavó la jeringa y se aplicó, como le habían enseñado, un dedo de
la jeringa del frasco de la terramicina. Sintió confianza y recordó que debía repetir
la inyección cada día.
Pero
no tenía mucho tiempo. Se escurrió
nuevamente hasta detrás de la casa donde estaban las herramientas del trabajo y
encontró su afilado machete. Buscó en
una rama caída una horqueta que le
pudiera servir de muleta, la cortó la acomodó a su estatura, tomó una garrafa
de petróleo que tenía para la lámpara que iluminaba sus noches y se dirigió a
donde los cadáveres de su familia. El sol ya estaba casi en la mitad del cielo
y unas nubes claras algodonosas se movían muy lentamente en el azul celeste.
Había cesado la brisa matinal.
Llorando
desconsoladamente, vertió el petróleo sobre los cuerpos inertes de su esposa e
hijo y le arrojó un fósforo encendido.
Luego se volteó y sin mirar hacia atrás, llorando por tanto dolor, tomó camino hacía Provincia, pero desviándose del
camino principal para evitar ser visto o identificado. Caminando
trabajosamente, el primer día de camino pudo llegar hasta la quebrada de la Miel,
donde encontró un sitio fresco y
cubierto en un remanso de su orilla; se
aplicó nuevamente la inyección de terramicina, que sobrellevó tomando abundante agua, comió unos mendrugos
de pan que traía en el carriel y agobiado volvió a sumirse en un sueño muy
profundo, como de muerte. Caminó dificultosamente tres días más, bordeando matas de monte y arboledas, buscando las
colinas más suaves y evitando las cañadas más profundas, hasta salir finalmente al carreteable que lleva de Bogotá a Provincia.
En su orilla, apabullado y vacío, con los ojos hinchados y enrojecidos todavía acuosos, se
sentó debajo de un árbol frondoso y
verde a esperar algún vehículo.
Un
rato después, llegó en medio de una
polvareda amarillenta y pegajosa, el camión que recoge las cantinas de la leche
de las fincas vecinas para llevarlas hasta Provincia. Habiéndolo reconocido, Se
paró en la mitad del carreteable hizo señas al chofer para que lo llevara y el
camión se detuvo. Le explicó al asombrado chofer que había tenido un accidente
y se dirigía al Centro de Salud de Provincia en busca de ayuda. El viaje de
unas cuantas horas trascurrió en un denso silencio y en medio de ese polvo viscoso
e irrespirable, pues el chofer evitaba
mirarle la cara. En el Centro de Salud, el médico le enyesó la pierna derecha,
le hizo curaciones en las demás heridas y trató, lo mejor que pudo, de repararle la gran herida de la mandíbula y
la mejilla derecha; pero era evidente que su desfiguración facial permanente lo haría
irreconocible ante cualquiera.
Miquela
durante su recuperación y como para ganarse el sustento diario, ayudaba a hacer
algunas tareas simples o sencillas en el hospitalito; hasta cuando el médico le
dijo que ya estaba recuperado y caminando más o menos bien, no podía tenerlo por más tiempo: no tenía presupuesto
para más. Entonces se ubicó en la Plaza central a solicitar la caridad pública y
unos días después, el párroco de Provincia, le regaló una caja de lustrar
zapatos, completamente dotada. Así, se fue convirtiendo en el “embolador” del
Pueblo. Hablaba únicamente lo necesario con sus clientes, los oficinistas de la
administración municipal y evitaba tajantemente con un hermetismo refractario,
cualquier conversación sobre sí mismo, o sobre su vida.
Tres años después de estar viviendo en la calle y
sentado todos los días, en su sitio, en la Plaza de Provincia con su cajón de lustrar
zapatos, llegó una pareja de policías y le dijeron que, debía hablar con el señor alcalde. Impávido, Miquela escuchó al
alcalde decirle, que en pocos días vendría el Presidente de la República a
visitar el pueblo y que era una orden superior no dejar en el pueblo ni mendigos ni emboladores, ni vagos, ni
desechables, ni indigentes o ñeros, ni nada que afeara la visita del señor
Presidente y que, como él sabía que no tenía a donde ir, lo iba a enviar por
unos días, junto con otros limosneros, vagos, e indigentes a un hospicio en la capital del Departamento.
El Camión que los llevaría saldría esa noche y mientras tanto debía
permanecer ahí en la alcaldía.
El
camión con el grupo de condenados, recorrió los 300 kilómetros que
separaban a Provincia de la capital del Departamento en un espantoso viaje que
duró toda la noche y que Miquela soportó
con su hermetismo y desprecio al dolor. En el hospicio de la capital,
una casa vieja y deteriorada, mal
cuidada y maloliente, vivían mezclados, ancianos, mendigos, dementes, ñeros, indigentes y hasta jóvenes
drogadictos en su etapa final y, pared de por medio, en la otra mitad de la casa
tapiada, estaban en depósito las mujeres
de condición semejante o peor. Allí estuvo malviviendo silencioso 15 días, pero muy
atento a la puerta de entrada del
hospicio.
Aprovechando
un descuido de la portería, se escabulló rápidamente con el firme propósito de
llegar nuevamente a su Provincia natal.
Preguntando, mendigando y durmiendo unas
pocas horas por la madrugada, caminó durante 15 días por el borde de la
carretera que va de la capital del Departamento a Provincia. Evitando los
camiones ganaderos y autos que pasaban por la angosta vía, tratando de sacarlo
de camino, esquivando botellazos que le lanzaban junto con los improperios e
insultos por obstaculizar el tránsito. Al rayo del sol, que chorreaba
inclemente hasta bien entrado el atardecer, cuando se acercaba a alguna casa a
mendigar un poco de agua para lavarse, o enjugarse los pies llagados y estropeados por la caminata, para luego al amanecer,
despertarse cantando para sí mismo, en
tono muy desafinado pero lleno de consuelo, un bambuco que estaba muy en boga:
- “Cantan las mirlas por la mañana, su alegre
canto al rayar el día, cantan alegres los ruiseñores, y se despierta la amada
mía. ¡Ay! quién pudiera rondar tu alcoba donde parece que estás dormida, ¡ay!
quién pudiera robarte un beso, sin despertarte mujer querida. Yo te recuerdo a
cada momento en mis tristezas y mis dolores, yo no te aparto del pensamiento, yo no te aparto del pensamiento, tú eres la dueña de mis amores !Ay! quién pudiera robarte un beso sin
despertarte mujer querida. ¡Sin despertarte mujer querida!”
Y así
llegó finalmente a Provincia, derrengado, caminando despacio y arrastrando los
pies lacerados. Exangüe y enflaquecido de muerte, barbado y fétido, con un
costal al hombro lleno de porquerías desconocidas, solamente útiles para él , que
había coleccionado o recogido en su penosa travesía. Al llegar a la Plaza del Pueblo
llorando desconsolado se sentó en una escalera que hay en el atrio de la
iglesia, donde permaneció un tiempo
largo sin alivio. Allí vino el párroco, quien suavemente le preguntó que porqué
lloraba con tanto desconsuelo.
Miquela
finalmente alzó sus ojos enrojecidos, hinchados y húmedos que le daban un aspecto cadavérico y mirando indolentemente al párroco le dijo:-
Ay padre, Porque todavía estoy vivo.
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