Por Alberto Pinzón Sánchez
El mensajero de la oficina de correos y telégrafos de Provincia,
apurado golpeó con dureza varias veces el portón de la casa de los Pinzón
Villafradez. El telegrama había sido anunciado como prioritario y antes de
pegarlo, lo había leído y por eso su premura en entregarlo. La puerta de la
casa-quinta, ubicada en la parte alta del poblado, cerca del arroyo que servía
de fuente al acueducto, se abrió lentamente a pesar de los fuertes golpes del
mensajero.
Una señora entrada en años de mirada azulada con cara y cuerpo aún
esbeltos; saludó al mensajero y tomó el papel que le entregaba. Rasgó el
pegante y lentamente pasó los ojos por el breve escrito que venía a su nombre: Sra.
Matilde Villafradez de Pinzón Murillo; el ministro de guerra de Colombia,
Carlos Uribe Gaviria, lamenta profundamente tener que informarle que su hijo el teniente Carlos Pinzón
Villafradez, en el curso de la actual ofensiva militar para recuperar las
tierras invadidas por el ejercito peruano en el río Amazonas, ha perecido al
accidentarse el avión que lo trasportaba sobre el río Putumayo en la frontera
con el Brasil; habiendo perecido junto con él todos sus ocupantes, cuyos restos
ha sido imposible recuperar. Inmediatamente la señora se llevó la mano a la
boca tratando de tapar un quejido profundo y volteando la cara se entró en la
casa, llamando a su hija Alicia en medio de lágrimas y sollozos.
Un poco después dando todo el crédito al telegrama, madre e hija
tiraron al patio exterior toda la ropa de Carlos que aún quedaba en la casa:
uniformes, quepis, botines y otra ropa de dotación militar insustituible, que
el teniente había dejado como reserva en la casa paterna. Hicieron un montón y
con una pequeña antorcha le prendieron fuego. Una llamarada vistosa y luego una
columna de humo denso salida de la casa-quinta, anunció a todos los pobladores
de Provincia el suceso, mientras el mensajero ya en el pueblo, complementaba
con largueza de su propia imaginación, la información del accidente aéreo y la
muerte de teniente junto con sus compañeros de viaje. Las ventanas y la puerta de
la casa-quinta se cerraron o clausuraron y un luto demasiado estricto como un
silencio casi sepulcral cubrió el hogar; apenas roto, de vez en cuando y por
las noches, por los desgarradores gritos que salían de su interior. Esa negrura
no podía durar mucho y así, a los pocos meses tanto la madre como la hija se
fueron secando o consumiendo en una melancolía mórbida que terminó en la muerte
casi simultánea de las dos. La casa quedó en manos de unos vecinos que venían a
limpiar barrerla y airearla, para que no cayera en ruinas.
El avión que trasportaba a Carlos, un Osprey C14, era piloteado por un
teniente compañero suyo, entrenando rápidamente por la misión de pilotos
alemanes que asesoraban la conformación de la primera aviación de guerra
colombiana y, el viaje tenía como objetivo llevar a Carlos al puesto militar
fronterizo de Tarapacá sobre el río Putumayo, para que ayudara en la
fortificación y defensa de ese recién recobrado lugar. El monótono tapete
selvático, surcado por innumerables caños, ríos, brazos y meandros de agua
terrosa casi todos semejantes desde el aire, despistaron al piloto, quien
perdiendo el rumbo y la calma gastó todo el escaso combustible que le quedaba y
se precipitó a tierra, en medio de la enmarañada selva amazónica.
El impacto de la caída arrojó a Carlos en medio de las llamas hacia un
lado quedando casi cubierto por un tronco grueso semi podrido. Luego el avión
explotó saltando en mil esquirlas. Cuando un ardor profundo e intenso en la
cara y el medio cuerpo izquierdo despertó a Carlos, miró hacia el avión y no
vio sino un manchón negro de donde salían algunas llamas. Nada más. Trató de
pararse pero el dolor corporal y las magulladuras, lo volvieron a sumir en un
sopor profundo. No sabe por cuanto tiempo.
Cuando nuevamente despertó, estaba tendido sobre en un cañizo de palma
machucada o aplastada, sostenido en cuatro horquetas. Una india vieja delgadita
y arrugada, con los senos flácidos y colgantes como dos pellejos, totalmente
desnuda, estaba a su lado con una totuma donde había una maza de hojas
macerada. Ella masticaba unos emplastos de hierbas o los embebía en saliva y
luego se los colocaba con cuidado en el lado izquierdo de su cara y cuerpo. De
vez en cuando, de otra totuma con agua verdosa le daba a beber pequeños sorbos.
Y así pasaron varios días de semiinconsciencia, hasta cuando la india empezó a
darle un cocimiento aguachento de pescado desleído si sal pero con sabor a
ceniza. El dolor iba cediendo y los emplastos ahora eran de una manteca
maloliente embadurnada en unas hojas grandes y lisas que amarraba con tiras de
una fibra vegetal. Ya pudo reparar un poco más a su alrededor.
Su refugio era una gran choza redonda de madera, hojas de palmiche
olorosas a humedad y piso amarillento de tierra, de una arquitectura totalmente
desconocida. Había tres niños embarrados, desnudos y barrigones que lo miraban
siempre en silencio con los ojos totalmente abiertos y, dos parejas de hombres
y mujeres también totalmente desnudos. Cada pareja en una hamaca de fibra
vegetal colgada en cada esquina de la casa; lo miraban fijamente con un gesto
mezclado de asombro y curiosidad que se reflejaba en sus caras. Carlos les
habló en castellano y como respuesta obtuvo una estruendosa carcajada de todos.
Era obvio que no hablaban otro idioma fuera del suyo.
Con la ayuda de la india vieja logró pararse y lentamente dar algunos
pasos cortos. Pasó su mano derecha por sobre el lado izquierdo de la cara y
palpó desde la frente hasta el cuello una piel rugosa sin cabello y más gruesa
de lo normal. Miró su hombro y la parte izquierda de su cuerpo comprobando que
era una piel sonrosada, veteada y brillante de una piel quemada en cicatrización.
Su antebrazo Izquierdo también tenía una deformación como si sus huesos se
hubieran fracturado, pero comprobó que la movilidad y sensibilidad eran
normales. La vieja sonrió mostrándole los pocos dientes que le quedaban. Afuera
de la choza, la evaporación de la mitad de la mañana, daba una sensación nubosa
de irrealidad
Paulatinamente Carlos se fue adaptando al horario de la gran choza que
ellos llamaban “maloka” y pudo elaborar una rutina diaria. En el piso terroso
de la habitación con dibujos y señas, y mientras las otras dos mujeres
preparaban la harina de yuca venenosa, la india vieja con gran paciencia y
dedicación le enseñaba las primeras palabras de su idioma indígena, que después
vino a saber era una variedad del llamado Tucano oriental. La preocupación de
Carlos, era saber donde se encontraba, pero lo único que logró precisar en un
dibujo muy grande, fue que estaba cerca de un caño de mediano tamaño que
desembocaba en un gran río bastante lejano.
El tiempo fue pasando inexorable y Carlos ya habituado a vivir casi
desnudo, con los otros dos hombres de la maloka fue reconociendo los
alrededores de la selva, trochas y brazos del caño; a reconocer huellas de
animales y pájaros con sus sonidos y ruidos propios; frutos comestibles y
venenosos, a orientarse en medio del claro oscuro selvático. Después fue
iniciado en el mundo acuático: a nadar en medio de bejucos y raíces, a pescar
con chuzo y, a manejar con el cuerpo la pequeña y frágil canoa de dos puestos
con las que se hacían todas las actividades diarias; a reconocer por el olor
pútrido a la anaconda para evitar la sorpresa y reconocer en los playones del
caño azuloso, entre la arena, las pepitas amarillas brillantes de un metal que
parecía ser oro, para guardarlos en una bolsita hecha de cuero de mono.
Por las noches aprendió a fumar
un tabaco silvestre mezclado con hojas de “yopo”, un alucinógeno suave y de
efecto no muy duradero. A tomar la “manicuera” o líquido lechoso extraído de la
yuca y fermentado de un día para otro. Y cuando había “piracemo”, o subida de
peces por el caño, a celebrarlo bebiendo chicha fermentada de yuca masticada
por las mujeres, mientras bailaba cogido de la cintura con ellas, zapateando el
piso. Una noche de esas, una de las indias jóvenes de pelo largo y grasoso y
enormes senos y caderas, lo tomó de la mano sonriendo y sin muchas palabras lo
llevó al borde de la maloka con la selva. Allí entre pujos y sudores, pudo
palpar la verdadera tristeza del aislamiento selvático. Pero bueno, también
comprobó que aún estaba vivo.
Así trascurriendo los días, que se convirtieron en años contados por
los “piracemos” de peces. Habían pasado ya cinco de ellos, cuando en una
pequeña canoa llegaron hasta la maloka cuatro hombres que no eran indígenas.
Parecían “cabuclos” o mestizos que tampoco hablaban indígena, sino un idioma
parecido al castellano. Carlos rápidamente vistió sus calzoncillos de tela y
rodeado de toda la familia india pudo recibirlos en el embarcadero, a un lado
de la maloka. Tenían en la cintura revólveres y venían a cambiar machetes y
hachas de filo por información. Dijeron ser “garimpeiros” y estar buscando
yacimientos de oro. También le preguntaron porqué se encontraba allí y Carlos
con gran precaución, les dijo que era de nacionalidad colombiana y estaba
esperando sus compañeros de una comisión de exploradores que estaban
reconociendo estos territorios. No había duda en el recelo con que ambos grupos
se miraban.
Carlos trató de interpretar para la familia india lo dicho por los
garimpeiros, pero ellos negaron rotundamente en medio de grandes gritos conocer
o saber nada acerca del oro por el que les preguntaban. Esa noche Carlos pudo
saber hablando con los garimpeiros, que se encontraba en territorio brasileño,
bajando en canoa aproximadamente a cuarto jornadas del río Putumayo, luego ocho
jornadas más hasta Santo Antonio de Izá ubicado en la desembocadura del río
Putumayo en el Amazonas y de ahí, corriente arriba por el gran río, dos días en
algún vapor hasta Leticia. Entonces comenzó su viaje de regreso.
Al otro día, cuando sin realizar ningún truque los garimpeiros se
hubieron marchado; Carlos le explicó a la familia india reunida que, se sentía
muy triste porque no sabía nada de su maloka y quería visitar a su madre y
celebrar la visita con un baile, ahora que ya sabía el camino. Con desgano
aceptaron. Después de una preparación de tres días, le dieron una buena canoa y
remos grandes, una bolsa con una buena provisión de peces ahumados, carne de
mono seca en tiras y harina de yuca amarga. Carlos con los ojos aguados se
despidió, especialmente de la vieja que sollozaba con ahogo.
Tomó su canoa solo y con enérgicas remadas, se deslizó ondulante por
la corriente espumosa del caño hasta perderse de vista. Viajó por la sinuosa
orilla de la monótona várzea del río, tratando de evitar la canícula
equinoccial y la nube de mosquitos que arrasaban la cicatriz de su piel quemada
y enrojecida por el viento y el sol. Los invariables recodos del río, el vaivén
interminable de la corriente, el movimiento rítmico de los remos, junto con los
estridentes ruidos selváticos a su paso, le acompañaron todo el diario fluir
del viaje. Con el halo rojizo del atardecer, escogía un lugar descampado y seco
en la rivera para varar la canoa, saltar a tierra, comer un poco del avío que
llevaba y buscar un sitio en lo alto donde pasar la noche a salvo de las
hormigas de la tierra. Luego, aún somnoliento, con el vaho matinal de la
primera luz reiniciaba el viaje. Por fin, las aguas más barrosas y torrentosas
le indicaron con un vuelco en el estómago, que estaba desembocando en el gran
río.
La navegación por la orilla del tormentoso río fue más llevadera. En
un barranco terroso y erosionado del gran río divisó a San Antonio de Izá, una
aldea pequeña de una docena de malokas indígenas, dos casas de ladrillo, una
capilla pequeña y un embarcadero. No tuvo dificultades y procurando hablar lo menos
posible, compró una muda de ropa y un sombrero de paja fuerte tupida. El
ventero un caboclo de habla tukana le aceptó 5 granos de oro que llevaba
separados de la bolsa y, como si hubiese captado algo especial le dijo que el
vapor para Manaos estaba pronto a partir. Carlos le dijo iba en sentido
contrario, el ventero entonces le confirma que pasado mañana, sube el vapor con
el correo para Leticia. Le da posada cobrándole un grano de oro por día.
Tres días después, Carlos desembarcó en territorio colombiano rumbo al
puesto militar de Leticia. Se identificó verbalmente ante el guarda de la
entrada, quien lo hizo escoltar hacia la comandancia general. El comandante
escuchó un tanto incrédulo la versión de su accidente y supervivencia y le dijo
que la guerra con el Perú había terminado hace más de cinco años. Ahora había
negocios nuevos. Le ofreció domicilio y le dijo que debía esperar el avión que
cada 15 días venía con los correos y papeles desde Bogotá. Debía tener
paciencia y esperar.
En Bogotá, aterrizó en el aeropuerto de la base militar, se presentó
ante el comandante de esa guarnición quien también escuchó turbado y aprensivo,
la versión de lo acontecido: -Un hombre muerto que regresa quemado, piensa.
Tomó el teléfono y habló con un superior en la escuela militar. Le dijo a
Carlos que pronto un trasporte lo llevaría donde el alto mando del ejecito de
Colombia. Querían conocer los pormenores de lo sucedido.
Unas horas después, Carlos está sentado solo frente a un gran
escritorio donde hay cuatro generales y una secretaria taquígrafa, quien toma
nota aceleradamente de todo lo que se dice. Parece como un consejo de guerra o
juicio. Le ofrecen una habitación especial donde quedará recluido hasta que se
pueda tomar una determinación, después de comprobar su difícil identificación
con sus familiares en Provincia, donde dice que se encuentran.
-Señor ¿como dijo que se llamaba? Bueno señor Pinzón; desde Provincia
nos informan que, ya no hay familiares suyos allá. La casa de esa familia está
en ruinas y nadie da razón de nada. Aquí en nuestros archivos militares, la
ficha de identificación de los militares muertos en acción, una vez comprobada
efectivamente su muerte, se guarda durante cinco años previendo reclamaciones,
pero en ausencia de estas; es dada de baja y enviada a los sótanos empacada en
unas cajas según numeración estricta y encontrar la ficha que dice es la suya
nos resulta casi imposible. Su identificación facial es sumamente difícil por
las razones que usted entiende y expuso; así que lo único que podemos hacer
para que usted regrese a la vida; es que vuelva a Provincia, saque nuevamente su
fe de bautismo mediante un procedimiento judicial de familiares o testigos, o
alguien conocido que de fe de que usted es usted y después regrese, para darle
todos sus derechos que tiene como ser vivo. Es todo.
Carlos pensó en dirigirse donde Eugenia, la novia amorosa que lo
acompañó durante sus estudios como cadete en la escuela militar de Bogotá, pero
una voz interior le dijo con dureza que ella no lo reconocería así como estaba y
menos sin saber con quien estaría compartiendo su vida. La verdad era que
estaba muerto y resucitar era más difícil que permanecer en las tinieblas. La
simpleza de la realidad se le impuso contundentemente, sin angustias.
La última vez que se vio a Carlos, fue unos días más tarde en el
embarcadero de Leticia, esperando el vapor hacia Manaos: había comprado un
boleto de viaje hasta San Antonio de Izá.
Nota:
Fotos del departamento del Guaviare y dos comunidades indígenas
Fotos del departamento del Guaviare y dos comunidades indígenas
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.