Por Nechi Dorado*
Los y las prisioneros
políticos en el mundo dejan al descubierto situaciones de extrema infamia, de
atropellos al pensamiento y de una falta absoluta de voluntad y cintura
política que permita que personas que piensan diferente, puedan sentarse a
dialogar sobre determinadas situaciones que ofenden a unos y son perpetradas
por otros.
Si uno recorre
esta América Latina que gime, pero que no calla su voz porque sabe que es la
única herramienta a su alcance que permitirá que alguna vez la tortilla se
vuelva, encontraremos a miles de personas padeciendo la injusticia de la cárcel
y en las condiciones más infrahumanas, hasta imposibles de detallar para no
agredir la susceptibilidad de los lectores.
Por otro lado y
haciendo la misma recorrida, encontrará a verdaderos criminales, ladrones,
corruptos, gozando de los beneficios del poder. Muchas veces los veremos tras
sus bandas presidenciales, otras como lacayos de las mismas pero siempre con
una ausencia absoluta de moral y de justicia.
Un paradigma de
esta última situación la encontraremos en Colombia, país enroscado bajo las
tenazas de un brutal Terrorismo de Estado, triste ejemplo que amenaza
extenderse hacia otros países, como por ejemplo, Honduras luego del golpe de
2008, donde comenzaron a aparecer muertos y son perseguidos tantos opositores
al régimen que desplazó la voluntad popular que eligió su destino como su
derecho indicaba.
Está en Colombia,
digo, el paradigma de la aberración, cuando sabemos que se hacinan en sus
cárceles más de 8500 prisioneros y prisioneras que se manifestaron, muchos
años, en contra de la violencia estatal, traducida en fosas comunes,
desplazados, expulsados, asesinados, torturados, masacrados y montones de
“atropello a la razón”, parafraseando el célebre tango Cambalache. Poema que
algunos interpretan como el prototipo de la desesperanza, pero convengamos que
tiene vigencia a través de las hojas del calendario caídas sobre la tierra y
las circunstancias tal como se van desarrollando.
En las cárceles
colombianas hay detenidos hasta poetas, músicos, pintores, esto dicho sin
ningún sentido descalificador hacia los y las otros prisioneros. Al decir,
artistas, estoy visualizando el espanto que produce que el estado sienta tanto
terror por las artes, una de las vocaciones más bellas que un individuo puede
esbozar.
¡Que mal habla de
un país tanto preso político, compañeros! Y que absurdo eso de encadenar el canto
cuando grita su desesperación desde las letras y las pinceladas del alma y del
abecedario.
Y cuánto dolor
produce saber que muchos de esos prisioneros fueron encarcelados y son falsos
positivos, es decir, están acusados de ser lo que nunca fueron: guerrilleros,
terroristas, a veces, ni siquiera, luchadores populares.
Entre tanto
prisionero hacinado en las peores condiciones, encontramos a Joaquín Pérez
Becerra, nacido colombiano y expulsado de su patria hace más de 20 años.
Sobreviviente de
la masacre perpetrada contra la Unión Patriótica, debió dejar su tierra para preservar la vida,
encontrando asilo en Suecia, país que le otorgó ciudadanía y jamás le negó la
posibilidad de desarrollarse entre tantas personas en su misma condición de
refugiados.
Joaquín se
declaró bolivariano siempre, mucho más desde que se comenzara a hablar de la
Patria Grande Latinoamericana, orientada en esa posición heroica a partir de la
llegada al poder del presidente Hugo Chávez Frías, proceso que Pérez
acompañó solidariamente denunciando los distintos vaivenes y agresiones que se
ejecutaban contra el gobierno venezolano.
Joaquín fue
encarcelado en circunstancias que todavía no logramos entender, porque su
detención se produjo, justamente, en la República Bolivariana de Venezuela y a
pedido de Juan Manuel Santos, presidente de Colombia que antes de calzarse la
banda que lo impulsaría hacia el sillón presidencial, se hizo famoso ante el
mundo por la violación de territorio hermano (entre otros espantos).
Fue el 1° de
marzo de 2008 cuando con el apoyo de la aviación, tropas especiales altamente
entrenadas y logística estadounidense, irrumpió en Sucumbíos, territorio
ecuatoriano, a sangre y fuego, descargando toneladas de bombas que impactaron
en el centro del campamento donde estaba el comandante Raúl Reyes, del
Secretariado de la organización FARC-EP.
Y por supuesto,
causando graves daños en la zona hermana, en la que nadie había autorizado la
irrupción.
Santos, ministro
de defensa en ese momento, dio sus primeros pasos hacia el poder que luego
alcanzaría gracias a semejante acto repudiado por el mundo.
Aunque muchas
veces vemos que los repudios suelen levantarse, con el transcurso del tiempo…
¿Será cierto que Cronos, en su devenir, suele arrastrar hasta los pasos de la memoria?
Joaquín Pérez,
periodista, luchador infatigable, un
hombre que pasó su vida en lucha contra el feroz terrorismo de estado que
enluta a su tierra, salió de uno de los aeropuertos más seguros del mundo, en
Alemania sin que pesara contra él ninguna orden de captura de ningún INTERPOL.
Orden que,
extrañamente, parece que tomó fuerza en la República Bolivariana.
Pérez fue
fundador de la Agencia de Noticias Nueva Colombia –ANNCOL- cuya redacción está
compuesta por periodistas que actúan de cara al mundo porque nada tienen que
ocultar.
Desde hace muchos
años comenzaron a tejerse, contra la página y sus componentes, las más absurdas
teorías conspiradoras. Así fue que Pérez obtuvo el “título” de “terrorista” que
actúa bajo la dirección de las Farc.
Bajo ese esquema,
el considerado por Santos en mensaje a Chávez, “pez gordo al que había que
atrapar”, es otro entre las más de 8500 víctimas que el Estado colombiano
ostenta en su lucha “contra el terrorismo”.
Allí purga su
condena por rebelde, confeso y declarado, humanitario, comprometido.
No es un tema
para tomar por arriba, sabemos que es gravísimo que a una persona la tilden de
pertenecer a una fuerza armada cuando no es cierto y mucho más preocupantes son
los rótulos. Porque si hablamos de terrorismo uno no puede dejar de preguntarse
quiénes son los terroristas.
Y muchísimo más
indignante cuando no existe modo de probar dicha acusación, como estamos viendo
al seguir las instancias de este juicio amañado, pergeñado desde el centro de
un poder mafioso que busca fantasmas donde sólo hay hombres y mujeres de cara
al sol que pretenden contarle al mundo que en Colombia no existen derechos humanos y lo hacen con las únicas armas con que cuentan: la
palabra oral y escrita, el chequeo de la información y la conciencia.
Denunciamos que
en Colombia no existe la justicia y no somos terroristas.
Que los
prisioneros y prisioneras se hacinan en las cárceles en las peores condiciones
y seguimos sin ser terroristas
Que el mundo,
algunas organizaciones de izquierda, algunos luchadores históricos parece no
querer hablar de la situación que padecen esos hombres y mujeres que están
librados a su suerte y estamos preocupados.
Sabemos que
hablar de un país donde hay guerrillas, suele estigmatizar, pero deberíamos
detenernos a pensar que hay pocas cosas más peligrosas que el silencio, que
suele convertirse en el cómplice más importante para los verdaderos
terroristas.
Deberíamos
pensar, con carácter de urgencia y ante el dolor que produce todo preso por
luchar, que cuando el sistema carcelario colapsa, hay algo muy extraño dando
vueltas y contra eso deberíamos ir quienes repudiamos el atropello.
Estoy segura que
esa es la tarea más urgente que nos debemos como militantes de la vida, porque
al paso que vamos en este mundo con un Nuevo Orden Mundial al acecho,
cualquiera de nosotros podría terminar sus días en la misma situación en la que
hoy se encuentran tantas y tantos compañeros.
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