Por Nechi
Dorado, redactora de ANNCOL
Hacía muchos años que el rosal
se erguía en medio de un paraje espeso. Dicen que nadie lo puso allí, que
comenzó a brotar mezclado entre la nada.
No había mano que lo riegue ni
sombra que lo proteja. Tampoco había voz que le susurre admiración frente a la
ofrenda de sus pimpollos aterciopelados, que muchas veces, caían
apresuradamente desparramando sus pétalos entre el follaje.
A sus pies, donde la raíz se
oculta aferrándose a la tierra para proteger su crecimiento y darle la fuerza
necesaria como para que no lo venza la tempestad, una culebra dormía su siesta
bajo un sol que hervía hasta la médula del tiempo, empeñado por iluminar el
paraje abriéndose paso entre la espesura de las matas.
La culebra no era visualizada
por todos pero estaba allí, haciendo su trabajo constrictor.
Al ver el rosal solitario,
algunos decían: -Esa es la planta de la muerte, está contaminada por el veneno
del áspid.
Otros aseguraban que estaba
maldito, exhortando a arrancarlo a cualquier precio.
Mientras la culebra seguía su
siesta indigestada, acogotando la vida.
No faltaba quien asegurara que
la planta ocultaba un mensaje infrahumano.
-Nacer así, espontáneamente,
sin órdenes expresas, sin reglamento. Eso implica que lo puso ahí Satán. ¡Hay
que extirparlo ya!
Ordenaban a diestra.
-Es hija del diablo, agregaban,
mientras se persignaban temerosos de la proximidad de algún futuro
armagedónico.
¡Y la culebra dormía con
sueño sostenido!
El color seguía estallando
desde las ramas de ese rosal abandonado, a pesar de profecías. No le hacía
falta más que su voluntad para seguir viviendo. Lo sostenía su propia necedad
por aferrarse a la vida.
La brisa desparramaba el
perfume de los retoños, extendiéndolo como se extiende el amanecer cuando el
sol deja de mirar de reojo las piernas a la luna.
Cuando rompe el horizonte y
empiezan a desperezarse los primeros rayos.
Más allá de prejuicios nacidos
desde dogmas de infiernos y demonios, la planta ofrecía el espectáculo vital de
la solemnidad irrespetuosa que no admite ruegos, permisos ni limosnas.
A pesar de la culebra y su
sueño.
Las raíces, silenciosas, casi
titánicas, seguían tejiendo anillos cerrados alrededor del bicho repugnante que
dormía, mientras la fantasía seguía entrelazando urdimbres de suposiciones.
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