Jeymi y la
danza de los recuerdos
Por Nechi Dorado
Lavó las escasas ropas que tenía y las tendió en una cuerda
improvisada. Jeymi disfrutaba, de alguna manera, viendo como las prendas
parecían danzar un baile cadencioso, por eso todas las mañanas repetía la
escena.
Libres, apenas dirigidas por las oleadas de suave brisa que
traspasaba los barrotes tras los que ella estaba condenada a pasar muchos años.
Tarareaba una melodía suave, cuyos acordes eran un poco
arrancados del recuerdo de las canciones de su abuela, cuando ella y sus
hermanos eran pequeños.
-Tarará-ra-rá, ay ay ay- tarará-ra-rá, cantaba, acompañando
con su cabeza la melodía nostálgica.
-¡Ay no! se dijo. Es demasiado triste como me salió, más
bien parece una marcha fúnebre, pensaba, mientras cambiaba la melodía por otra
que también fue desechada.
-¡Como me hubiera gustado poder cantar, tener buena voz,
pero ni eso! Recuerdo cuando en el campo lo hacía y mis hermanos reían diciendo
que parecía una rana.
¡Canta la ranaaaaaa!, gritaban y salían como disparados
monte adentro.
Por suerte, la abuela
me sentaba en sus rodillas y me decía que cantáramos juntas, que a ella le
gustaba mi voz, no como a esos bandidos hermanos que tanto me mortificaban, se
dijo haciendo un mohín con sus labios pálidos de encierro.
-¡No! volvió a pensar, no me mortificaban. Eramos niños y
aunque la vida nos golpeara tanto, lográbamos reír entre las corridas que
hacíamos para escondernos tras las matas de café.
Jeymi sonreía, los recuerdos a veces tienen la
particularidad de modificar hasta las situaciones más espantosas, logrando
convertirlas en pasado risueño. Es tal vez como una autoprotección que nos
creamos para no permitir que las heridas sigan sangrando.
Seguía mirando el bailoteo de sus prendas, cada vez más
lento, como si se fueran paralizando a medida que secaban. Ella parecía
transportada hacia otra dimensión donde la vida podía ser diferente.
Era tan poco lo que podía hacerse allí, apenas tratar de no
enloquecer dejando que los días corran sus maratones hasta alcanzar al
siguiente.
La blusa ya estaba casi oreada, los pantalones demoraban un
poco, su danza era más pesada, no tenía la gracilidad de la otra y por eso
seguía bailando un rato más, haciéndolo muy mal.
--La-la-la-lalalá, la-la-la-lalalá, intentó nuevamente, e
inmediatamente pensó: ¡¡¡Ay que no!!! Reía con risa casi transparente, como si
estuviera en el campo y la realidad se hubiera espantado hacia otro sitio.
-¡Esta es la música de nuestra marcha! Se dijo, sorprendida.
Sí, ese era el himno con el que empezaban el día mientras la
noche mostraba resistencia a desaparecer empujada por el sol que buscaba su
lugar, en la espesura de una selva de verdes matizados.
¡Nuestra selva! Y la emoción se adueño de su alma noble.
-¡Nuestra marcha, cuánto hace que no puedo escucharla! Era
bellísimo estar con los compañeros y compañeras proyectando mañanas perezosos
que no terminan de aparecer aunque a veces sintiéramos que las estábamos
atrapando.
-Cuando mataron a María lloramos todas abrazadas. Cuando
cayó herido Raúl tragamos nuestras lágrimas y las volvimos nudos en el centro
del pecho.
Es que teníamos una consigna que hablaba sobre lo que
deberíamos hacer para cumplir los deseos de quien se nos apartara, por un rato
o para siempre.
En las noches, antes de ir a las caletas, hablando bajito
para que nadie se entere que estábamos despiertos, dejábamos la orden de lo que
deberían hacer cuando el día cayera sobre nuestros cuerpos con toda su furia
como desatada desde un infierno aberrante.
Así caían los días, muchas veces. Demasiadas veces.
-María decía que sólo lloráramos un ratito por ella y que
luego la recordáramos en cada vuelo de las cotorras que anidaban en la copa
imponente de nuestros árboles amigos.
-¡Árboles amigos! y
sin embargo tantas veces no pudimos protegerlos y se nos iban muriendo de a
poquito, intoxicados.
Jeymi hablaba para sí, su propia voz era su compañera de
celda, sus pensamientos el sostén imprescindible cuando las garras del odio
encadenan nuestra propia historia.
-Fuimos respetuosos hasta de nuestros códigos no escritos,
no formales, nacidos en las noches cuando la espesura impedía que viéramos el
brillo de las estrellas aunque supiéramos que allá estaban. Lejanas,
inalcanzables como hasta el momento es la libertad, la justicia, la dignidad
que jamás perdimos ni en tiempos tan difíciles como este que estoy atravesando.
Asumiendo cada deseo fue que comenzamos a saludar el vuelo
de las aves cuando María voló tan alto dejando su risa más allá de barricadas y
follaje.
Sin embargo, ella siguió acompañándonos, arrastrándose en nuestras
trincheras de barro entre explosiones cercanas y lamentos.
-¡Ahí va María! decíamos, ¡Vuela niña, vuela, alto que la
muerte ronda y no habrá de matarte, nuevamente!
Raúl, en cambio decía con su voz que imponía firmeza aún en
momentos más duros: -Oigan bien, cuando yo me vaya a la que vea llorando por mí
me la llevo conmigo de los pelos p’a que aprendan que acá no es lugar para
sensiblerías ni bobaliconadas.
Jeymi, enamorada suya, agregaba : entonces lloraré mucho
ahora mismo. Y se cerraba la charla con risas contenidas, mientras los ojos de
Raúl hacían guiños y mientras la picardía cómplice entrelazaba sus manos y un
chasquido de besos encendidos daban las buenas noches, en la caleta compartida
por ambos.
¡Y muy buenas noches! Recordó, sonrojándose un poquito.
Jeymi sonreía a través de sus recuerdos, en la fría soledad
de su celda oscura, húmeda, tan inhabitable que ni el sol se atrevía a colar un
rayo por entre la mampostería gris, descascarada, donde las garrapatas hacían
sus nidos y las arañas parecían Penélope entrelazando hilos en su espera añeja.
Allí tan solo, irrespetuosamente, llegaba la danza de los
recuerdos encendidos que no pueden demorar imposiciones ni torturas.
-Raúl ¿Volveremos a vernos, amor? ¡Cuál será el día! Murmuró
la joven mientras una lágrima desplegaba su indecisión entre rodar por su
mejilla o incrustarse hasta volverse nudo en el estómago.
-¡Eso nunca! Exclamó la joven echando mano a su convicción
inquebrantable. Acá no puede haber lugar para pensar en muerte, siguió diciendo
mientras sus manos se agitaban como espantando algo.
La blusa, casi seca, apenas si bailaba su danza dirigida. El
pantalón agitaba las piernas cada vez más despacito. Jeymi seguía tratando de
encontrar la melodía que acompañara el baile.
-Tara-lala-tara-lala ay ay ay- tarará-ra-rá. Repetía,
mientras retiraba la ropa que al día siguiente volvería a ensayar su danza
traspasando rejas. Y volvió a sentir que esa música sonaba demasiado triste.
Al retirarlas de la cuerda improvisada, pudo sentir la brisa
fresca acariciando sus manos.
Un fuerte impulso la empujó hacia otra melodía y comenzó a
tararearla cada vez más fuerte mientras sus dedos empezaron a danzar la danza
de la esperanzan, del otro lado de los barrotes, hacia afuera, hacia donde la
vida fluye aún entre miserias y rencores.
-La-la-la-lalalá, la-la-la-lalalá, lalalalalalalalalalaaaaa
Jeymi no supo si era el eco que anidaba en los pasillos
lúgubres, pero en un primer momento creyó oír las voces de sus hermanitos
gritándole ¡ranaaaaa!
Pero ¡No, no, no, era otro grito y se escuchaba cada vez más
fuerte! Eran otras voces que se unían a la suya y hacían saltar el cemento
fracturado que caía estampado en el piso húmedo del pasillo.
Eran miles de voces que aparecían rodeando la estructura
imponente, donde bestias malditas pretendieran esconder su propia cobardía.
Jeymi siguió cantando con más fuerzas, arrinconó la angustia
echándola a un costado y una sonrisa húmeda se dibujó en su rostro moreno como
las noches del valle.
Las voces de fondo se escuchaban cada vez más cerca, casi
como si la acariciaran y la obligaran a no parar su tarareo mientras sus manos
eran acariciadas por la brisa del atardecer que ya rompía la falda de la tarde.
- La-la-la-lalalá, la-la-la-lalalá ¡Con el fuego primero del
alba!
http://youtu.be/PPqXF0OtEoY
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