domingo, 5 de mayo de 2013

Miquela





Por Alberto Pinzón Sánchez

Miquela estaba en Provincia hacía cinco años. Los Carranceros habían llegado a su pequeña finca, situada en el pie de monte de la cordillera donde se inicia el estratégico camino al río Minero y a las minas de esmeraldas, por la madrugada, cuando la noche es más oscura y sin que los perros hubieran podido detenerlos, violentaron y derribaron las puertas  desvencijadas y de madera corroída de la vieja casa de adobe donde vivía con su mujer y su hijo pequeño. Los sacaron a empellones aún dormidos y aprovechando el estupor de la sorpresa, en la explanada de tierra amarillenta que servía de patio de entrada de la casa, dispararon sus ametralladoras contra ellos. Miquela, fue el primero en caer acribillado y sobre él cayeron en un charco de sangre su esposa  y su pequeño hijo sin tener tiempo de hacer ninguna exclamación. Los Carranceros, con la punta del cañón de sus ametralladoras revolvieron los cuerpos sangrantes aún y, quien comandaba el grupo dijo secamente: - Listo. Misión cumplida. Están todos muertos, y luego agregó imperiosamente- ¡Vámonos!     

Miquela, adolorido logró permanecer inmóvil y con la respiración leve y espaciosa hasta cuando aclaró. El sol salió rápido, como de golpe, acompañado de una brisa cálida y olorosa a pasto y ramazones y al poco rato, llegó el zumbido terebrante  del revoleteo de  las moscas verdes y brillantes. Como pudo se tocó el cuerpo dolorido. El muslo derecho entumido, estaba pegajoso y del centro salía un hilito de sangre de color negruzco.  A lo largo del abdomen sentía  dos quemonazos  y en la quijada, al lado derecho, un dolor insoportable.

Reparó los cuerpos  inertes y aún cálidos de su mujer e hijo. Habían muerto con los ojos bancos muy abiertos como los de una vaca, y espantados. Unos cuantos pasos más allá alcanzó a ver  los cadáveres  degollados y sangrantes  de sus dos perros.
Pensó en gritar pidiendo auxilio, pero sabía que nadie lo escucharía y en cambio sí podría alarmar a los restos de los Carranceros que pudieran estar en la cercanía limpiando el camino a las minas de esmeraldas. Lentamente y con gran esfuerzo se arrastró hacia la casa y a tientas se subió en la cama donde se echó cuan largo era. Pronto un sueño profundo, como si fuera la muerte lo embargó. Cuando la sed lo obligó a despertar, ya era de noche y el chirrido de los grillos venía traído por pequeñas y suaves rachas de un de viento fresco oloroso a humedad. Volvió a repasar sus heridas, esta vez quitándose la ropa y, valido del pequeñito espejo cuadrangular que su esposa tenía en la cartera pudo mirarse la cara. La herida de la pierna ocultada bajo un cuajarón negruzco había dejado de sangrar;  dos dolorosísimos surcos negros y profundos, como de carne quemada, recorrían en toda su extensión  de un lado a otro la piel del abdomen.
Y en el lado derecho de la mandíbula tenía otra herida que llegaba hasta la boca y la piel de toda la mejilla.

Se acordó de que tenía algunas medicinas para veterinaria que usaba cuando sus caballos o ganados, estaban enfermos  o se herían y, a rastras, apoyándose en un taburete, buscó ropa limpia y luego llegó hasta la rudimentaria  cómoda donde tenía las medicinas guardadas. Reparó bien y encontró varios frascos de terramicina y de sulfacol en polvo, y junto con la jeringa grande para animales  que allí estaba, los logró empacar en su carriel. Se deslizó afuera, hasta la alberca donde se almacenaba el agua de la casa, y con la totuma del lavadero de ropa, se echó agua en las heridas y las lavó con el jabón de la tierra usado por su esposa para lavar. Se aplicó el polvo de la sulfadiazina, lavó la jeringa y se aplicó, como le habían enseñado, un dedo de la jeringa del frasco de la terramicina. Sintió confianza y recordó que debía repetir la inyección cada día.   
Pero no tenía mucho tiempo. Se  escurrió nuevamente hasta detrás de la casa donde estaban las herramientas del trabajo y encontró su afilado machete. Buscó  en una rama  caída una horqueta que le pudiera servir de muleta, la cortó la acomodó a su estatura, tomó una garrafa de petróleo que tenía para la lámpara que iluminaba sus noches y se dirigió a donde los cadáveres de su familia. El sol ya estaba casi en la mitad del cielo y unas nubes claras algodonosas se movían muy lentamente en el azul celeste. Había cesado la brisa matinal.

Llorando desconsoladamente, vertió el petróleo sobre los cuerpos inertes de su esposa e hijo y le arrojó un fósforo  encendido. Luego se volteó y sin mirar hacia atrás, llorando por tanto dolor, tomó  camino hacía Provincia, pero desviándose del camino principal para evitar ser visto o identificado. Caminando trabajosamente, el primer día de camino pudo llegar hasta la quebrada de la Miel, donde  encontró un sitio fresco y cubierto en un remanso  de su orilla; se aplicó nuevamente la inyección de terramicina, que sobrellevó  tomando abundante agua, comió unos mendrugos de pan que traía en el carriel y agobiado volvió a sumirse en un sueño muy profundo, como de muerte. Caminó dificultosamente tres días más, bordeando  matas de monte y arboledas, buscando las colinas más suaves y evitando las cañadas más profundas,  hasta salir finalmente  al carreteable que lleva de Bogotá a Provincia. En su orilla, apabullado y vacío, con los ojos  hinchados y enrojecidos todavía acuosos, se sentó debajo de un  árbol frondoso y verde a esperar algún vehículo.

Un rato después,  llegó en medio de una polvareda amarillenta y pegajosa, el camión que recoge las cantinas de la leche de las fincas vecinas para llevarlas hasta Provincia. Habiéndolo reconocido, Se paró en la mitad del carreteable hizo señas al chofer para que lo llevara y el camión se detuvo. Le explicó al asombrado chofer que había tenido un accidente y se dirigía al Centro de Salud de Provincia en busca de ayuda. El viaje de unas cuantas horas trascurrió en un  denso silencio y en medio de ese polvo viscoso e irrespirable, pues el chofer  evitaba mirarle la cara. En el Centro de Salud, el médico le enyesó la pierna derecha, le hizo curaciones en las demás heridas y trató, lo mejor que pudo,  de repararle la gran herida de la mandíbula y la mejilla derecha; pero era evidente  que su desfiguración facial permanente lo haría irreconocible ante cualquiera.    

Miquela durante su recuperación y como para ganarse el sustento diario, ayudaba a hacer algunas tareas simples o sencillas en el hospitalito; hasta cuando el médico le dijo que ya estaba recuperado y caminando más o menos bien, no podía  tenerlo por más tiempo: no tenía presupuesto para más. Entonces se ubicó en la Plaza central a solicitar la caridad pública y unos días después, el párroco de Provincia, le regaló una caja de lustrar zapatos, completamente dotada. Así, se fue convirtiendo en el “embolador” del Pueblo. Hablaba únicamente lo necesario con sus clientes, los oficinistas de la administración municipal y evitaba tajantemente con un hermetismo refractario, cualquier conversación sobre sí mismo, o sobre su vida.

Tres  años después de estar viviendo en la calle y sentado todos los días, en su sitio, en la Plaza de Provincia con su cajón de lustrar zapatos, llegó una pareja de policías y le dijeron que,  debía hablar con el  señor alcalde. Impávido, Miquela escuchó al alcalde decirle, que en pocos días vendría el Presidente de la República a visitar el pueblo y que era una orden superior no dejar en el pueblo  ni mendigos ni emboladores, ni vagos, ni desechables, ni indigentes o ñeros, ni nada que afeara la visita del señor Presidente y que, como él sabía que no tenía a donde ir, lo iba a enviar por unos días, junto con otros limosneros, vagos, e indigentes  a un hospicio en la capital del Departamento. El Camión que los llevaría saldría esa noche y mientras tanto debía permanecer  ahí en la alcaldía.

El camión con el grupo de condenados, recorrió los 300 kilómetros que separaban a Provincia de la capital del Departamento en un espantoso viaje que duró toda la noche y que Miquela soportó  con su hermetismo y desprecio al dolor. En el hospicio de la capital, una casa vieja y deteriorada,  mal cuidada y maloliente, vivían mezclados, ancianos, mendigos,  dementes, ñeros, indigentes y hasta jóvenes drogadictos en su etapa final y, pared de por medio, en la otra mitad de la casa tapiada, estaban en depósito las mujeres  de condición semejante o peor. Allí estuvo  malviviendo silencioso 15 días, pero muy atento  a la puerta de entrada del hospicio.

Aprovechando un descuido de la portería, se escabulló rápidamente con el firme propósito de llegar nuevamente a  su Provincia natal. Preguntando, mendigando y durmiendo  unas pocas horas por la madrugada, caminó durante 15 días por el borde de la carretera que va de la capital del Departamento a Provincia. Evitando los camiones ganaderos y autos que pasaban por la angosta vía, tratando de sacarlo de camino, esquivando botellazos que le lanzaban junto con los improperios e insultos por obstaculizar el tránsito. Al rayo del sol, que chorreaba inclemente hasta bien entrado el atardecer, cuando se acercaba a alguna casa a mendigar un poco de agua para lavarse, o enjugarse  los pies llagados y estropeados  por la caminata, para luego al amanecer, despertarse cantando  para sí mismo, en tono muy desafinado pero lleno de consuelo,  un bambuco que estaba muy en boga:

 - “Cantan las mirlas por la mañana, su alegre canto al rayar el día, cantan alegres los ruiseñores, y se despierta la amada mía. ¡Ay! quién pudiera rondar tu alcoba donde parece que estás dormida, ¡ay! quién pudiera robarte un beso, sin despertarte mujer querida. Yo te recuerdo a cada momento en mis tristezas y mis dolores, yo no te aparto del pensamiento,  yo no te aparto del pensamiento,  tú eres la dueña de mis amores  !Ay! quién pudiera robarte un beso sin despertarte mujer querida. ¡Sin despertarte mujer querida!”   

Y así llegó finalmente a Provincia, derrengado, caminando despacio y arrastrando los pies lacerados. Exangüe y enflaquecido de muerte, barbado y fétido, con un costal al hombro lleno de porquerías desconocidas, solamente útiles para él , que había coleccionado o recogido en su penosa travesía. Al llegar a la Plaza del Pueblo llorando desconsolado se sentó en una escalera que hay en el atrio de la iglesia, donde permaneció  un tiempo largo sin alivio. Allí vino el párroco, quien suavemente le preguntó que porqué lloraba con tanto desconsuelo.

Miquela finalmente alzó sus ojos enrojecidos, hinchados y húmedos que  le daban un aspecto cadavérico  y mirando indolentemente al párroco le dijo:- Ay padre, Porque todavía estoy vivo.             








                            
      

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