Marcelo
Colussi (Desde Guatemala. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
Trataban
de no mirarse a la cara porque las dos se sabían impresentables. Doña Sofía, la
señora de la casa, tenía los ojos inflamados de tanto llorar. Ramona, la
empleada, quería ocultar su ojo morado. Ambas intentaban esconder lo que era
evidente: sufrían mucho.
La
patrona había pasado ya los cuarenta; proveniente de una aristocrática familia
de Santafé de Bogotá y casada con alguien de otro no menos encumbrado linaje,
toda su vida había sido un derroche de lujos y comodidades. Ahora, habiéndose
enterado de la relación extramatrimonial de su esposo, buscaba entre sus
innumerables amistades y sus continuas actividades sociales, en general
frívolas, olvidar un poco la pena que la carcomía.
Ramona,
originaria del Putumayo, hacía más de diez años que trabajaba en esa casona.
Había llegado a la capital cuando adolescente, y ahora con dos hijos –de su
anterior pareja– y uno más que venía en camino, se arrepentía de haber iniciado
esta nueva relación con Nicanor. Que no fuera muy cariñoso con ella, hasta
podía disculpárselo. Pero la violencia física no la toleraba. Casi todas las
semanas aparecía con alguna nueva evidencia de agresiones.
Ambas
fingían que las cosas estaban tranquilas. Casi quince años de convivencia –una
sirviendo, la otra siendo servida– les había permitido llegar a conocerse
bastante. El trato siempre había sido distante; una ricachona, esposa de uno de
los banqueros más importante del país, no podía dignarse tratar de igual a
igual a una de sus tres sirvientas. De todos modos, para doña Sofía Ramona era
la preferida de su servidumbre y, secretamente, sabía que con ella podía contar
en forma casi incondicional. Sin embargo, ahora prefería no dejarse descubrir
en su desgracia.
Ramona,
llegada a la casa para el momento mismo del casamiento de su patrona,
experimentaba por doña Sofía una combinación extraña de sentimientos. No la
estimaba, pero la fuerza de la costumbre había ido desarrollándole una rutina
en donde no se le ocurría su vida sin estar atendiéndola. Fundamentalmente, muy
en secreto, la envidiaba. Aunque no le quedaban muchas alternativas, no se
resignaba a aceptar que una tuviera tanto y tanta felicidad, mientras que la
otra debía conformarse siempre con migajas.
Doña
Sofía le vio el moretón en su ojo izquierdo y no necesitó preguntar nada,
adivinando lo que había sucedido. Otra agresión más de su acompañante, supuso
acertando. Ramona se dio cuenta que le había descubierto la evidencia del
golpe, y simplemente trató de desviar la mirada.
Pero
a la inversa no fue lo mismo: era raro que Ramona viera a doña Sofía
acongojada, sufriendo. La idea que tenía de su señora era otra: alguien siempre
jovial, dinámica, sin problemas, a quien la vida le sonreía en todo. Inmensamente
rica, muy atractiva aún pese a sus cuatro décadas, todo el tiempo bien
arreglada, madre de dos hijos encantadores, paseando continuamente y comprando
lo que se le venía en ganas, para Ramona era impensable que alguien así pudiese
sufrir. Pero ese semblante de ahora era inequívoco: doña Sofía había estado
llorando por mucho tiempo. No dijo nada –las normas de respeto así se lo
indicaron–, si bien estuvo tentada de preguntarle qué le pasaba, de tenderle
una mano.
Toda
la vida de doña Sofía tenía algo de cuento de hadas. Siempre cumpliéndosele
hasta el más mínimo capricho, con todos los lujos que deseaba, habiendo viajado
alrededor de medio mundo, parecía que no conocía lo que era el sufrimiento. Su
matrimonio había funcionado perfectamente hasta unos meses atrás. Cuando
descubrió que algo había cambiado, quiso evitar pensar en el asunto. El
gimnasio, las reuniones con amigas y los desfiles de moda, en principio,
bastaban para mantenerla distraída. Pero la situación fue tornándosele cada vez
más molesta, y aunque ella misma no podía creer que eso fuera posible, la
confirmación de la agencia de detectives que contrató terminó por convencerla:
su esposo estaba saliendo regularmente con otra mujer.
No
era la primera vez que sabía de alguna aventura extramatrimonial de él; en
todos los años de matrimonio, en dos ocasiones habían tenido crisis por ese
motivo. Pero en ambos casos se trató de salidas ocasionales sin consecuencias
ulteriores. Siendo doña Sofía muy desconfiada, a partir de pequeños indicios
había podido intuir las libertades tomadas por Leonardo. En ambos casos, luego
de pequeños cortocircuitos pasajeros, las cosas habían vuelto a la normalidad
conyugal. La segunda de las oportunidades, la crisis fue el preámbulo de un
viaje al Lejano Oriente en calidad de reconciliación que el esposo pagó con
gusto: dos meses por China, Nepal, Tailandia, Japón y la India. Pero ahora la
cuestión se percibía más grave; no era una noche en que no regresó al hogar con
alguna excusa. No; ahora había otros matices más preocupantes. "La crisis
de los cuarenta", hipotetizó doña Sofía. Efectivamente, algo de eso había.
Leonardo, con cuarenta y cuatro años y una más que holgada posición económica,
no tenía nada de qué quejarse respecto a su esposa. Pero la rutina había
comenzado a invadir sus vidas como pareja, y él empezó a permitirse algunas
salidas extramatrimoniales. No muchas, pero sí las suficientes como para
convencerlo que todo eso no era, en realidad, tan pecaminoso como le habían
enseñado. Franqueada esa barrera, los viajes inesperados por un par de días
comenzaron a hacerse más frecuentes. Doña Sofía lo intuyó rápidamente.
Circunstancias fortuitas –comentarios de unas amigas que lo vieron con otra
mujer en situación comprometedora en algún aeropuerto fuera del país– la
terminaron de convencer que había algo más que alguna escapadita. Llegó a
saber, entonces, que se trataba de una relación bastante sólida con la
sub-gerente de una empresa multinacional radicada en Colombia. Economista de
profesión, treinta y tres años, estadounidense de origen, Leonardo había
empezado a perder la cabeza por esta mujer. Las desavenencias en su casa no se
hicieron esperar.
Doña
Sofía no sabía qué quería: si retenerlo o separarse. Si fuese la primera
opción, no encontraba la manera de lograrlo. La separación, pese a lo
angustiante de la situación que estaba viviendo, tampoco la convencía. Formada
como buena católica, prefería aguantar resignada a un divorcio, siempre
escandaloso para su gusto. Le preocupaba mucho la cuestión de la imagen social.
Ramona,
como tantas mujeres, sufría por causa de los varones. El primer hijo lo tuvo
como madre soltera. Cuando el niño tenía ya dos años, volvió a quedar
embarazada del mismo hombre, siendo entonces que decidieron –luego de
interminables ruegos de ella– vivir juntos. No se casaron, pero al menos el
muchacho cumplía con sus obligaciones paternas. Convivieron por dos años. Luego
la situación se hizo insostenible y decidieron distanciarse.
Ella
vivió poco tiempo en la casa de doña Sofía; pero desde que dejó de ser personal
cama-adentro, en años de trabajar ahí nunca faltó un día. Ya era una inveterada
rutina viajar casi dos horas diarias para llegar a la residencia de la familia.
El tiempo le fue dando cierta confianza, y a instancias de su patrona, a veces
se permitía contarle algunos detalles de su vida personal. Si algo resaltaba,
era el sufrimiento. Escaso ingreso, condiciones de sobrevivencia muy duras
–vivía en una humilde casa en un cerro junto a su hermana, su cuñado y tres
sobrinos, más sus hijos– y la violencia era cosa cotidiana. Andando el tiempo
conoció a Nicanor, un albañil bastante mayor que ella, separado. Más por error
que por decisión propia, volvió a quedar embarazada. Nicanor no era mala
persona, pero la violencia física le era algo normal, común. Pegarle a Ramona
prácticamente no lo tomaba como una transgresión. Desde toda su vida había
visto que eso era lo que hacían los varones, por lo que no le podía resultar
llamativo ni improcedente alguna paliza de tanto en tanto. Cuando ella le escuchó
la frase –pretendidamente simpática, elocuente por su cruda sinceridad– "a
las mujeres hay que pegarles aunque sea por las dudas", se le hizo patente
que se había equivocado: Nicanor no era lo que ella necesitaba.
Pero
si no era la violencia de Nicanor –que en realidad no era mala persona, sentía
Ramona– era la irresponsabilidad de Jacinto, el padre de sus dos hijos, o la
infidelidad del señor Leonardo, como ahora veía en la familia donde servía… Los
ejemplos sobraban. La conclusión casi obligada era que los hombres no tienen
arreglo.
Similar
conclusión también iba sacando doña Sofía: si no eran agresivos como "el
bruto de ese albañil que le vive pegando a la muchacha" eran infieles,
como el caso de su esposo. "Todos, en definitiva, son iguales",
remataba con amargura.
Por
distintos caminos, señora y empleada llegaron ese jueves por la tarde al mismo
lugar: el grupo femenino de autoayuda "Nosotras valemos".
Ramona,
luego de mucho pensarlo, se decidió contactar con unas muchachas que solían
visitar su comunidad y quienes le habían comentado en varias oportunidades
sobre la conveniencia que las mujeres hicieran valer sus propios derechos, que
las agresiones varoniles debían ser denunciadas, que había que perder el miedo
de levantar la voz.
Doña
Sofía, un poco asustada porque todas estas organizaciones de "mujeres,
hippies y drogadictos" le evocaban un trasfondo de "guerrilleros
comunistas", finalmente pudo quebrar el miedo y optó por llegar a ese
grupo del que se había informado. Prefirió consultar su actual problema
conyugal ahí y no con sus amigas porque le daba mucha vergüenza ventilar sus
aflicciones con gente conocida. En este lugar, al menos, no la conocía nadie.
En
la sesión de esa tarde participaban quince mujeres, y había tres facilitadoras:
dos psicólogas y una trabajadora social. Todas las participantes llevaban
problemas con una temática común: sufrían por su situación de ser mujeres, por
el maltrato físico en muchos casos, por la irresponsabilidad varonil, por la
discriminación a que se veían sometidas por su género. Eran todas
heterosexuales.
Cuando
doña Sofía y Ramona se vieron, quedaron paralizadas. Podrían haberse retirado,
pero ninguna de las dos se decidió a hacerlo. En realidad podrían haberlo
hecho, pero al mismo tiempo no podían. Reconocerse mutuamente las dejó mudas,
heladas, pegadas a sus sillas. Aunque hubieran querido salir corriendo –y las
dos lo quisieron hacer, lo pensaron incluso– las piernas no les respondían. Era
una sensación confusa para ambas: creían que podrían hablar con la más absoluta
libertad con gente desconocida y que al mismo tiempo las entenderían, como
sucede con el confesor en la iglesia. Pero ambas se encontraron con esta
sorpresa desconcertante. Con quien menos imaginaban encontrarse era,
precisamente, una con la otra. Y ahí estaban, frente a frente, en el medio un
grupo de otras mujeres con similares sufrimientos, separadas solo por un par de
sillas.
Cuando
les llegó el turno de presentarse, con disimulo se miraron una a otra. A doña
Sofía se le quebró la voz y comenzó a llorar. Con la ayuda de las facilitadoras
pudo balbucear algunas frases; en ningún momento miró a Ramona. Sollozando,
tropezándose una palabra con la otra, pudo contar el motivo que la llevaba ahí
y la angustia con que se encontraba en este momento de su vida. Supuso que si
no hubiera estado presente Ramona se hubiera podido explayar con más facilidad;
de todos modos no quiso hacer la más mínima alusión a la presencia de su
empleada dentro del grupo.
A
su turno, Ramona se mostró más armada que su patrona. No lloró sino que habló
casi con odio. Ella misma se iba sorprendiendo de sus propias palabras al
escucharse. Al sentir un profundo silencio en el grupo, índice del interés que
las otras mujeres mostraban respecto a lo que decía, se animó a seguir hablando
cada vez más. Relató con mucha fuerza expresiva todo lo que había sufrido en
sus relaciones con los hombres, sus expectativas nunca cumplidas, los golpes
recibidos. Sin hacer referencia a la presencia de doña Sofía, habló de su
historia de sufrimiento, de cómo nada en la vida le resultaba fácil, de la
difícil lucha para sobrevivir y, con un marcado resentimiento, de la envidia
que sentía por la gente a la que ella veía como tan bien acomodada,
supuestamente libre de problemas.
Cuando
doña Sofía la escuchaba, se mordía los labios. Si bien podía entender todo lo
sufrido por su empleada, la sublevaba esa forma casi desafiante con que Ramona
relataba su historia, implicando implícitamente a su patrona aunque sin
nombrarla nunca.
Como
Ramona y doña Sofía eran nuevas en el grupo –primera vez que asistían–, luego
de presentadas sus historias las facilitadoras pidieron al colectivo expresar
sus opiniones sobre los relatos. Hubo diversas reacciones, pero en general el
tono fue de solidaridad para las dos recién llegadas, de apoyo a sus
situaciones. No faltaron recomendaciones.
Cuando
fue el turno de cada una de ellas dos para opinar sobre lo relatado por la
otra, ambas se sintieron incómodas. Primeramente habló doña Sofía, quien no se
ahorró palabras para denostar la conducta de Nicanor, a quien trató de bruto,
animal, bestia y algún otro calificativo por el estilo. Incluso dejó caer
alguna velada crítica para Ramona, a quien en ningún momento dijo conocer, pero
a la que amonestó por no hacer reaccionado antes dejando plantado a su agresor.
Al
tomar la palabra Ramona, agradecida por las muestras de solidaridad de todas
las otras mujeres pero igualmente molesta por la intervención de su patrona,
tampoco dijo nada de la relación laboral establecida entre ellas dos. Se
solidarizó con lo expuesto por ella en relación a la relación extramatrimonial
de su esposo, pero no dejó de recalcar, no sin cierto grado de mordacidad, que
cuando hay abundancia de recursos las cosas son infinitamente más fáciles de
sobrellevar.
Dado
que doña Sofía no había dado mayores detalles de su posición económica, para el
grupo resultó un tanto incomprensible, hasta discordante inclusive, la
intervención de Ramona. Si bien dijo entenderla en su desgracia, engañada,
hecha a un lado, despreciada por su marido que ahora salía con otra mujer,
había al mismo tiempo algo de ataque hacia la patrona, oculto quizá, pero
ataque al fin. Una animosidad ancestral –en definitiva la dupla
patrona-empleada permanecía– se escapaba visceralmente por todos sus poros. Y
Ramona no quería disimularlo.
La
reunión, aunque angustiante por todas las historias presentadas y los casos de
inequidad que se ventilaron, tuvo un talante ameno. Las asistentes, en general,
salieron reconfortadas, con ideas nuevas, dispuestas a hacer algo para cambiar
su histórica situación de exclusión. Pero no fue totalmente así el caso de doña
Sofía y de Ramona. Las dos se fueron, en parte, con ese ánimo retaliativo;
"no hay que dejarse", era la consigna generalizada. Aunque al mismo
tiempo el encuentro les permitió verse, una vez más, en proyectos
diametralmente opuestos, que si bien tenían cosas en común –ambas, como
mujeres, se encontraban en desventaja con los varones–, en todo lo demás las
alejaba de modo irremediable.
Al
día siguiente volvieron a verse la cara, pero ahora en otra circunstancia: era
la residencia de doña Sofía. Ésta se mostraba molesta, nerviosa. Luego de mucho
pensarlo y repensarlo, llamó a Ramona a un cuarto con privacidad, para que
nadie las escuchara.
Fue
clara y precisa en su exposición; con fuerza, casi con altanería, le dijo a
Ramona haber percibido un profundo malestar en su relación para con ella en su
intervención del día anterior en el grupo de mujeres.
–"Como
mujeres estamos mal las dos"–, comenzó diciendo con decisión, "pero
me parece que aquí hay otro malestar más, Ramona. ¿No está conforme conmigo?
¿La molesta algo de mi parte?". Lo preguntó con un tono que, aunque
pretendía ser dulce y quizá hasta conciliador, en el fondo dejaba ver
prepotencia.
–No,
señora–.
–¿Y
por qué esos ataques ayer, diciendo todo eso que con dinero las cosas son más
fáciles, que alguien con muchos recursos no sufre? ¿Usted cree, Ramona, que
toda mi fortuna me puede salvar del sufrimiento de verme engañada por el hombre
a quien quise tanto?–
–Bueno…mire
doña Sofía. Ya que me lo pregunta de esa manera: sí. Yo creo que aunque la esté
pasando mal ahorita, tiene muchas más posibilidades que yo de resolver su
situación. Si se separara, por ejemplo, como muy probablemente pueda terminar
sucediendo, no le va a ir tan mal como a mí–.
–¿Por
qué cree eso?–
–Porque
es así, doña Sofía. Es cierto que como mujeres estamos mal, tal como recién lo
dijo. A las dos nos joden, pero yo no puedo agarrar mi Mercedes Benz y pedirle
al chofer que me lleve de compras a una boutique para desahogarme–.
–¿Y
cree acaso que con eso resuelvo mi angustia, mi sufrimiento?–
–Tal
vez no, pero eso ayuda, señora. Yo no puedo hacerlo. Y después de cada paliza
que me da Nicanor lo único que me queda es rezar para que eso no vuelva a
suceder. Pero de salir de compras para consolarme, ¡ni soñar!–
–No
sé por qué piensa que salir de compras me puede solucionar algo. En todo caso
lo único que hace es diferir el problema, lo que, al final, es más grave. Al
menos usted tiene la posibilidad de decirle a su compañero que no venga más, y
asunto arreglado. ¿Pero cómo hago yo para seguir manteniendo mi familia con un
esposo que me engaña y que en cualquier momento se va?–
–¿Y
cómo hago yo para siquiera tener una familia? Mire, creo que las dos, a nuestro
modo, estamos mal. Todas las mujeres sufrimos a causa de los hombres, ¡todas!
Quizá las monjas sean las únicas que se salven, si es que a eso se le puede
decir salvarse. Pero, tal como nos decían ayer en el grupo, no son los varones
nuestros enemigos. Es el machismo lo que nos jode, el ¡machismo! Aunque con
dinero en la mano, todo es más fácil doña Sofía. Y eso no me lo puede negar–.
Doña
Sofía no encontró más palabras para seguir la conversación. Tenía una confusa
mezcla de sentimientos: sentía ganas de llorar, de reconocer como una igual a
esa otra mujer que tenía delante y que también sufría –quizá más que ella, pudo
admitir en silencio, aunque sin aceptar los argumentos de Ramona–, pero también
se veía ridícula por mantener una charla de igual a igual con alguien a quien,
según su criterio, no podía poner como igual. Pensó en despedir a su empleada,
simplemente por considerar que estaba faltándole el respeto. Y casi lo hace.
Aunque al mismo tiempo reconoció que no se lo merecía, que tenía infinitamente
menos recursos que ella para afrontar la vida. Pero lo que más la detuvo fue
pensar que, si volvían al grupo –de hecho ella pensaba hacerlo– hubiera sido de
muy mal gusto que se supiera esa otra historia. "No era correcto mostrarse
tan inhumana", pensó.
Doña
Sofía llegó a las sesiones siguientes; no así Ramona. Ella optó por buscar
ayuda en otro sitio porque se le hacía demasiado molesto hablar de sus
problemas íntimos sabiendo que en el grupo había alguien a quien sentía tan
distante. Siguió trabajando en la casa, aunque siempre tratando de no vérselas
cara a cara con su patrona.
Al
cabo de un tiempo Leonardo planteó formalmente la separación. Doña Sofía casi
muere con la noticia; hasta debió ser hospitalizada precautoriamente luego de
la crisis que sufrió al recibir la propuesta de boca de su marido. Fue un
pequeño episodio de desvanecimiento y parálisis facial temporal del que salió rápidamente.
De buena católica no quería dejarse ver como mujer separada, y lo decía
convencida. Aunque la fuerza de las circunstancias fue llevándola, muy a su
disgusto, a aceptar la situación. En el juicio de divorcio, asesorada por su
abogada, pidió una enorme compensación, logrando mantener la mayor parte de los
bienes comunes. Los dos hijos, por supuesto, quedaron con ella.
De
todo esto Ramona no supo nada sino hasta un mes después que Leonardo abandonara
la casa. Su continuada ausencia fue llamando la atención del personal doméstico
que, en todo caso, dedujo la separación. Por boca de doña Sofía nunca supieron
nada. Ella se volvió más distante aún, y a Ramona prácticamente no volvió a
dirigirle la palabra.
Ramona,
asesorada por otras trabajadoras del nuevo grupo de autoayuda al que comenzó a
asistir, tomó valor y le planteó a Nicanor que no quería continuar la relación,
y que ella se haría cargo sola del hijo que venía en camino. Contra lo
esperado, él aceptó, y esta vez no hubo paliza. Finalmente, luego de mucho
pensarlo, decidió abortar.
La
relación entre Ramona y doña Sofía fue haciéndose tensa. Anteriormente, de
tanto en tanto la patrona solía preguntarle a su empleada sobre la marcha de su
relación con Nicanor. Quizá más por formalismo que por real interés, al menos
había algunas preguntas, una cierta preocupación por la suerte que corría con
su pareja. Ahora, consumada la separación de Leonardo, y después de esa ríspida
charla luego de la primera sesión en el grupo "Nosotras valemos", las
cosas fueron cada vez más tirantes. Ramona comenzó a buscar un nuevo trabajo.
Si
bien su patrona no era precisamente una confesora, antes Ramona al menos
encontraba ahí un lugar donde contar sus problemas, un hombro donde reclinarse.
Ahora eso era imposible. El saberse mutuamente golpeadas por la vida dada su
condición femenina, en vez de unirlas, las había separado.
Ramona
continuó asistiendo al grupo de mujeres, donde se sentía muy a gusto por
cierto. Eso la ayudó a sobrellevar con entereza su aborto. Fue ganando en
confianza y comenzó a sentir que allí, en esa organización y ayudando a otras
mujeres, podía ser útil. Crecía mucho más que sirviendo a doña Sofía. Crecía
personalmente, por supuesto, a la par de ayudar a crecer a otras mujeres. Sin
dudas, se sentía muy a gusto en ese papel. Permitir hablar a mujeres que
sufrían mucho, fomentar los relatos de todas las que asistían, siempre con
problemas comunes en definitiva, ayudar a buscarle salidas a los eternos
problemas de maltrato y desprecio, era algo que la hacía sentir muy bien, y que
por cierto podía realizar con mucha solvencia. Para su sorpresa, las
coordinadoras de la institución le ofrecieron trabajar como promotora. La
habían visto realmente desenvuelta, capaz, por lo que decidieron hacerle ese
ofrecimiento. Ramona no lo pensó dos veces. A la semana siguiente, y sin
mayores preámbulos, dejó la residencia donde había trabajado por años y comenzó
su nueva labor. Doña Sofía no hizo nada por retenerla.
Dos
meses después de haber iniciado Ramona su nuevo trabajo con el grupo de
mujeres, una vez más se encontraron. Doña Sofía, deprimida por la separación,
no encontrando consuelo en todas las banalidades con que trataba de distraerse,
asistió a esa organización que alguien le había recomendado.
Al
encontrarse, la sorpresa fue enorme para ambas, pero más aún para doña Sofía.
Pero seguramente la sorpresa más grande la tuvo al ver que su ex empleada la
tuteó y no la trató con el ceremonial "doña".
–Todas
y todos somos iguales, Sofía. ¿En qué te puedo ayudar?–
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