En la foto el rostro de Laura Canosa, compañera revolucionaria argentina que se nos fue una noche temprana e inesperadamente... |
Gustavo Robles
Dicen los que saben que todo es relativo, que
la realidad que vemos es sólo parte de ella, que los hilos del Universo juegan
juegos que nuestras mentes no pueden o están lejos de entender. Parece que por
cada uno de nosotros puede haber infinitas realidades, lo que resultaría en
infinitos Cosmos que se desarrollan independientes unos de otros. Sin embargo,
en determinadas ocasiones, por causas que los científicos aún no pueden
comprender (vaya a saber si alguna vez podrán), esos Cosmos que son como átomos
de un Todo, se conectan a través de vórtices espacio-temporales y, por
determinados lapsos de tiempo, mundos paralelos pueden interactuar entre sí.
Uno jamás piensa que algo como eso le puede
suceder, pero la Existencia nos tiene preparadas sorpresas que están lejos de
nuestro entendimiento.
Así es que viajaba yo por esos interminables
caminos del sur patagónico en un día radiante como pocos. Viajaba y el espacio
me alejaba de los horrores del tiempo. O al menos eso intentaba. Hacía unos
años, la vida me había clavado el dolor más grande de todos mis pasos bajo el
sol y estaba intentando aprender a vivir de nuevo. Se me hacía dura la cosa:
sin Laura no podía. Algunos dicen que la muerte le da sentido a la vida, pero a
mí me lo había quitado.
Y bien, en esa desesperada búsqueda por tratar
de acomodarme donde el paso del tiempo menos duela, me sumergí en los
maravillosos laberintos de la Patagonia. Seguramente sus bellezas incomparables
son las que tanto me atraen de ella, aunque no lo único: hay recuerdos de
décadas, momentos de la infancia de las manos de mis padres por aquellos
parajes; hay la juventud enamorada con vientre fértil y retoños nuevos, hay
años recorriendo... Hay también, algún ancestro originario de aquellas tierras.
Hay la ansiedad de la frescura para escapar del calor creciente del norte. Hay
la necesidad de salir de la opresiva realidad rutinaria para encontrar la
maravilla: escapar de lo ordinario y vivir un poco, aunque más no sea
rozándola, la libertad.
Andaba entonces por la Ruta 3, un día de
inusual calor. Raro día por aquellas latitudes. Tan raro, que hasta el viento
había calmado. El cielo caía con un impactante celeste sobre la estepa, sin una
nube que intrusara el paisaje. Sólo las aves, de cuando en cuando, violaban su
omnipresencia. Al ir avanzando, al costado del camino uno de los tantos
carteles señalaba un “Camino turístico costero” y una desviación hacia el mar.
La 3 es una ruta asfaltada, que, si bien es cierto, tiene algunas partes de su
trayecto en no tan buen estado, por lo general se transita correctamente desde
Buenos Aires a Ushuaia. Sin embargo, en aquel paraje santacruceño, el desvío
costero, como casi todos los senderos secundarios, era de ripio; y por lo que
veía el auto iba a sufrir un poco. De todas maneras estaba dispuesto a hacer el
recorrido, que prometía valer la pena. Aminoré la marcha, salí del asfalto y
enfilé hacia la costa. A poco de andar nomás, una hermosa y solitaria playa en
una pequeña ensenada acariciaba mis ojos. Detuve el motor y bajé dispuesto a
mojar mis pies en ese mar que más que mar parecía una pileta, tan calmo estaba.
El asunto es que la marea estaba en su punto más bajo, y el piso era una greda
en el que los pies se hundían hasta más arriba de los tobillos. Resigné mis
expectativas de meterlos en esas aguas y volví, no sin esfuerzo, al vehículo.
Mientras luchaba con el barro, noté que otro automóvil, rojo como el mío, pero
más moderno, ingresaba a la playita. Éramos los únicos habitantes del lugar.
Saqué algunas fotos, me quité el barro con agua que llevo siempre conmigo en un
par de botellas para aquellas ocasiones, y seguí la recorrida. El camino era
espantosamente desparejo, no dejaba de pensar en lo que el pobre auto (mi viejo
“bólido rojo”) estaba sufriendo. Y yo, por supuesto, sufría con él. Al final de
una cuesta, un cartelito anunciaba el “punto panorámico”: allí se abría el
paisaje de manera espectacular. Desde lo alto, se podía ver toda la bahía y el
mar hasta donde se perdía el horizonte. El alma se llena en esas ocasiones. Uno
se hermana con la naturaleza y empieza a comprender un poco que es parte de
ella. Estuve un largo rato allí, extasiado, hasta que decidí continuar el
paseo, no sin antes sacar algunas fotografrías. Cuando arranqué el motor, vi
que llegaba el auto rojo que había dejado atrás en la playa anterior y se
detenía. Sus ocupantes, seguramente, se disponían a disfrutar de la misma vista
que yo había gozado hacía sólo unos minutos.
El camino avanzaba sobre las bellezas costeras
y alguna que otra referencia histórica, como las ruinas de un frigorífico de
una empresa extranjera que alguna vez explotó la zona pero que hacía años había
cerrado, dejando decenas de trabajadores en la calle. El camino estaba
realmente malo y empeoraba, la piedra se hacía cada vez más grande y más
suelta, por lo que había que tener extremo cuidado al conducir. En uno de esos
vericuetos fue que apareció una playa de ensueño, solitaria, encerrada entre
dos arrecifes separados por, más o menos, dos kilómetros. Parecía una pintura
que la luz del sol transformaba en obra de arte. No pude evitar la tentación de
detenerme, por lo que opté por tomar una huella paralela al costado del camino
por tan sólo unos metros para hacerlo. A veces la belleza es ponzoñosa y engaña
a su observador transformándolo en presa. Pues bien, esa terminó siendo mi
situación, ya que la huella tenía tanta piedra de canto rodado suelta que el
auto se hundió en cuanto me detuve. Consciente de la situación, traté de
moverlo, pero al hacerlo, se hundía aún más. Bajé resignado, sabía que resolver
el problema iba a ser posible pero trabajoso, ya que habría que remover la
piedra suelta para que las ruedas pudieran tener el agarre suficiente para
salir. De todos modos, lo importante era disfrutar un rato de la hermosura que
tenía frente a mis ojos, así que me saqué las sandalias y caminé directo hacia
el mar, distante unos doscientos metros. Recordé los viejos y queridos años de
mi infancia, cuando con mis padres recorríamos los caminos donde imperaba el
ripio por aquel entonces, cuando las hoy ciudades eran sólo aldeas o apenas
pueblitos, cuando la Patagonia parecía un canto a la soledad y quien la
visitaba podía creer ser el último habitante de la Tierra. Así me sentía en ese
momento. Los fantasmas giraban a mi alrededor, se mostraban mientras mojaba mis
pies en las frías aguas del sur. Caminé y chapoteé un rato, pero debía volver.
Además, tenía que resolver el problema del coche. Llegué al “Rojito”, limpié la
arena en mis extremidades, me senté al volante y encendí el motor. Intenté
salir pero las ruedas giraban sin poder traccionar. Balanceé el auto moviéndolo
hacia atrás y hacia adelante, pero no salía. No quedaba otra que remover las
piedras, lo que me iba a llevar un largo rato. Fue entonces cuando llegó, otra
vez, el auto rojo que parecía seguir mis pasos.
Vi cómo se estacionaba a unos metros más
adelante, unos cincuenta, más cerca del acantilado. Allí el piso estaba más
firme, evidentemente. Lo ocupantes se dieron cuenta de que yo estaba en
dificultades y esgrimiendo esa solidaridad habitual entre los viajeros, se
dispusieron a tenderme una mano. El conductor bajó de su vehículo y se dirigió
hacia mí. Lo noté familiar, pero no supe definir por qué.
- ¿Qué pasó amigo? -preguntó amablemente
- Me “enterré” -contesté sonriéndole -Estos
caminos... podrían arreglarlos un poco, o al menos señalar que uno se puede
hundir acá...
- Subí y tratá de moverlo, que yo te empujo
Eso hice, pero no podía sacar el auto de la
“trampa”. El solidario amigo fue hasta su auto, abrió el baúl y sacó una pala
de campamento. Volvió hacia mí, removió las piedras alrededor de las ruedas
delanteras y me dijo:
- Ahora intentá sacarlo
- Voy a tratar marcha atrás, por donde vine –
le contesté, y subí al auto.
Efectivamente, de esa manera pude sacar el
vehículo. Si no hubiese sido por ese hombre, no hubiese podido hacerlo en tan
poco tiempo. Él sonrió, alegre, y se dirigió al suyo. Yo me aseguré de dejar el
mío sobre suelo firme y bajé para ir a su encuentro. Estaba realmente
agradecido por el gesto solidario de esa pareja, sobre todo en un lugar tan
desolado. Al acercarme, reparé en lo parecido que era a mí físicamente aquel
sujeto. El pelo largo atado con una colita, barba prolijamente rasurada, ambos
algo más canosos que los míos, anteojos de sol, musculosa, bermudas y sandalias
del mismo estilo que los que yo usaba. Le tendí la mano y le dije
- Gracias hermano, me salvaste
A lo que él respondió con una sonrisa y un
afectuoso apretón de mano
- No es nada – me dijo -Andá con cuidado
Hasta su voz parecía la mía. Fue entonces
cuando, antes de volver a mi auto, levanté la mano para saludar a su pareja que
estaba sentada en el asiento del acompañante. Y entonces la vi. Y se me heló la
sangre. Y comprendí todo. Ella me miró, con esa ternura que acostumbraba, y
cerró un instante los ojos como diciendo “está todo bien, cuidate”, con un dejo
de tristeza y melancolía que no necesitaba palabras. Ella lo sabía todo, se
había dado cuenta de todo desde el principio. Ni él, que era yo, ni yo, que era
él, nos habíamos reconocido. Pero ella sí
Me quedé parado allí, observando esta vez cómo
ellos se iban, él alegre, concentrado en el camino, y ella mirándome mientras
se alejaba con su sonrisa triste.... por mi tristeza
Laura
Se me hizo la noche llena de estrellas, y aún
estaba yo en esa playa, solitario, sin poder moverme, con el tibio consuelo de
saber que, al menos en otro Universo, ella estaba a mi lado
Gustavo
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