Importancia no reconocida por el estado, de losmédicos rurales |
Por Alberto Pinzón Sánchez.
El
sol empezaba a declinar en el horizonte rojizo y una brisa fresca y suave que
anunciaba la llegada de la noche, embargaba ese atardecer en Provincia. En la casona grande de tejas rojas
de barro y paredes blanquecinas, ubicada dos cuadras arriba de la plaza central
del pueblo, recientemente remodelada para que sirviera de hospital, los cuatro
empleados de la salud, tres enfermeras y un médico joven llegado hacía poco
tiempo, se disponían a dar por concluida su labor diaria. Unos golpes fuertes y
precipitados en el portón de la casona seguidos de voces altas alarmaron a los
empleados de dentro.
Una de las enfermeras abrió la puerta y tres hombres
vestidos de paisano, agitados, sin esperar se introdujeron precipitadamente en el zaguán de la casa. Dos
de ellos, llevaban alzado por las axilas al de la mitad quien quejumbroso tenía
la camisa ensangrentada o empapada en sangre, en el costado derecho.
-Está
muy herido. Dijo uno de ellos con dureza. Necesitamos urgentemente al médico,
añadió.
La enfermera le respondió que, el médico de
planta estaba en el café de Pedrito jugando un chico de billar con unos amigos.
No estaba aquí, ni vendría en toda la noche. Quien estaba era el medico
practicante.
Pues
llámelo a él agregó el hombre.- Bien sienten al señor aquí, dijo la enfermera señalando un taburete de cuero y
madera, mientras voy a llamarlo.
A los
pocos minutos llegó el medico joven. Venía caminando rápido, como dando zancadas y mostrando sorpresa en sus
grandes ojos grises. Lentamente tratando de abrir la camisa para ver la herida,
preguntó qué había pasado.-Le pegaron un tiro ahí, respondió señalando el
costado del hombre sentado y quejumbroso, cuyo rostro apretado por el dolor no
dejaba ver bien sus facciones.
-Está herido en el hígado, les dijo el médico
una vez logró separar la camisa y palpar la herida. -Necesita urgentemente una
cirugía en el hospital regional o de lo contrario se desangrará
irremediablemente, agregó.
Los
hombres suspiraron profundamente y el que hablaba considerando que el hospital
grande estaba a más de 6 horas de camino por la carretera a Bogotá, dijo con
resolución -Pues opérelo aquí doctor, que nosotros asumimos todo.
- Lo malo es que aquí no hay quirófano, ni instrumental
grande, sino una pequeña mesa con instrumental de cirugía menor; la luz es muy
mala y nos toca trabajar con una lámpara de caperuza y gasolina. Replicó el
médico.
-No
importa doctor: opérelo, que nosotros, ya le dije, asumimos todo.
El
medico joven empezó a dar muestras de la tensión. Un leve sudor, perlado mojó
su frente y su labio superior. Tomando aire en un suspiro hondo, les dijo.-
Miren señores. Esa herida es muy grave y necesita una cirugía mayor, y para que
me entiendan, coser el hígado es como coser una cuajada. Hizo una pausa
tratando de mirar en los hombres la reacción a sus palabras y agregó con la voz
un poco embargada. –Si ustedes lo exigen, yo afronto el riesgo y haré todo lo
que pueda, pero sin poder garantizarles nada. Los hombres miraron
desconcertados al hombre sentado quien debatiéndose entre los quejidos y una
respiración cada vez más arrítmica, movió la cabeza varias veces hacia abajo
como afirmando.
-Hágalo
doctor fue la respuesta del hombre.
A los
pocos minutos, los acompañantes quedaron afuera, y el herido fue introducido en
el pequeño salón acondicionado con dos bombillos de 100 bujías, una lámpara de
gasolina suspendida por un gancho desde el techo, y yacía sobre una mesa ordinariamente usada
para atender los partos.
Rápidamente
mientras una enfermera le aplicaba en el brazo un botellín de suero, otra lo
desnudaba para tomarle la tensión arterial y otra alistaba el pequeño paquete hervido de
instrumental quirúrgico. -Doctor, dijo
una de las enfermeras ¿qué anestesia le va a poner? El medico mientras se vestía para la cirugía,
sin dudarlo le indicó: - Tome una compresa de algodón; empápela en éter que
está en la sala de consulta, y póngasela en las narices. Lo controlaremos con
la presión arterial.
El
medico observó bien al paciente: La herida de entrada era exactamente debajo de
la última costilla con un orificio de salida más grande y casi en línea recta
en la espalda. Metió el dedo índice en la herida de donde brotó un coagulo
negruzco y friable. Tomó el bisturí y amplio la herida con un buen corte,
desbridando la piel lacerada por el disparo. Palpó más profundamente, siguiendo
el trayecto de la herida y observó en el guante sangre roja rutilante y fresca.
Palpó la cápsula fibrosa que envuelve al hígado; solo tenía los dos orificios, el
de entrada y el de salida. Hizo una prueba: metió el índice derecho por el
orificio de entrada y el índice izquierdo, atrás, por el orificio de salida y pudo
tocarse ambos dedos. El paciente estaba profundamente dormido, en aquella sala
aplastada por una presión irreconocible, aumentada por el olor a sangre mezclado con el
del éter de la anestesia, solo se percibía la leve respiración del herido.
Era
más grave de lo esperado, se dijo. No podía coser o suturar la capsula fibrosa
del hígado, porque como lo había sospechado era un asunto de cirugía mayor y de
equipamiento que no disponía. Dudó. Y respirando profundamente, mientras se pasaba la manga de la bata por la
frente, miró a las enfermeras con una
mirada inquietante y solícita de ayuda. Ellas le correspondieron mirándolo
anhelantes, sin saber qué hacer.
De
pronto, mirando fijamente la herida del paciente, una improvisada idea le vino a la mente. Le pidió a la
enfermera a su lado que le pasara una
compresa de algodón del material hervido, pero desenvuelta, y con ella en la
mano derecha, empezó a introducirla por una punta por entre el orificio de
entrada, controlando su recorrido con el índice de la mano izquierda
introducido atrás, en el orificio de salida de la bala. Ahora el paciente se
movía quejumbroso, pero totalmente ausente. Metió lentamente toda la compresa,
dejando visible solo una punta de ella. Desinfectó todo el campo operatorio con
abundante tintura de yodo, y dijo: -Ahora a esperar.
Con
las ropas de cirugía ensangrentadas salió al zaguán y les dijo lo mismo a los
acompañantes del herido. Ellos le respondieron que no podían esperar.
Esperarían unas horas hasta la madrugada para llevárselo consigo. El médico,
les dio dos frascos grandes de tintura de yodo y les dijo que debían hacerle
curación con ella en ambas heridas, dos veces al día, y que buscaran ayuda
especializada. Fue todo.
Los
hombres se llevaron esa madrugada al herido como habían dicho y a la mañana
siguiente la rutina del hospitalito continuó igual. Hasta una semana después,
cuando un hombre recio y acuerpado, vestido con una chaqueta de cuero abierta
de donde sobresalía una gruesa cadena de oro con varios dijes, mirada negra y
penetrante, cabello liso peinado hacia atrás con glostora y rasgos mestizos
pronunciados; llegó preguntando por el medico joven.
Cuando
lo tuvo enfrente, el hombre le presentó un carnet de la Compañía de Misiones
Especiales de la Brigada de Institutos Militares con su foto, y donde se podía leer el nombre de José
Quirama Zuleta; quien sin titubear le dijo:- Doctor usted hace una semana curó a
un peligroso guerrillero que nosotros habíamos herido en el encuentro de la
vereda de la Palma, y se nos voló. Le aconsejo que coja su maletica con sus
chiros y se pierda de aquí cuanto antes. O no respondemos por su traición.
Entonces,
un sudor frio y resbaloso, escurrió lentamente a lo largo de la espalda y del espinazo del
joven médico.
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