Caza de indígenas para ser utilizados como "mano de obra barata" |
Noches
de azúcar amargo.
Por
Nechi Dorado*
El
sol siempre curioso se iba a dormir,
había echado un vistazo sobre la aldea y conocía que no sería fácil cuando llegara su amiga, la
luna.
En
medio de un gran bostezo le hizo un gesto desde lejos mientras ella, siempre
coqueta, asomaba por el horizonte. Se la veía bien redonda y queriendo iluminar
al pueblo en una noche de enero de calor abrasador.
-Tendrás
un trabajo feo, le dijo el sol a la luna antes de entrar en su cueva hasta el
día siguiente.
Ella
terminaba de ponerse colorete sobre las pálidas mejillas, le pidió a las tres
Marías que le sujetaran el mechón que caía sobre su frente mientras guardaba el
pincel de rocío que le arqueaba las pestañas y se ponía unos aretes tan grandes
como la pena que habría de sentir luego.
-Hoy
voy a prender todas mis luces, le respondió a la advertencia del sol. Que por
lo menos esa gente pueda ver por donde pisa.
Convocó
a la Osa Mayor, a la Cruz del Sur y a todas las constelaciones para que por las
noches fueran el manto que abrigara a los desplazados.
Siempre
pasaba lo mismo entre los días de diciembre-enero. Habían llegado los hombres
que buscaban a los indios para trabajar en la zafra porque de ellos dependía la
cosecha aunque no hubiera nada, apenas la escasez para que no murieran
de hambre aunque las tripas le siguieran crujiendo y el cuerpo se partiera de
dolor y de llagas.
Puyjú
sabía que ya estaban los blancos en el
poblado y además que no había modo de negarse a sus reclamos.
No
le gustaba la idea. El pueblo estaba tranquilo en las márgenes del río, los
pequeños ignoraban el destino que aquellas bestias les tenían reservado, porque
con su llegada les iban robando infancia ya que sus bracitos también eran
útiles en los días del ingenio.
En
la cerrada espesura de la selva, la
propia naturaleza fue impotente para cortar el paso de los aniquiladores. El
cacique del pueblo sabía que no era
bueno que su gente fuera arriada y también que era imposible negarse porque
tenían fuego colgando de las cinturas. Irían atravesando su selva, días y días,
noches y noches, desprecio y desprecio.
-Así
nos pasó a mi padre y a mi cuando era pequeño, contaba Puyjú. Caminamos tantas
noches, Ñamandú no pudo llegar, se le
llagaron los pies y fue perdiendo la vida con cada paso que daba.
Ñamandú,
su hermano, quedó tirado por ahí, no hubo lágrimas, solo la madre tenía húmedas
las mejillas. Ya ni sabía cuánto tiempo había pasado de aquella marcha asesina,
murmuró con un suspiro el Sol.
La
luna estaba alta y aunque la espesura de
la selva parecía impenetrable, siempre
inquieta logró que alguna rama se corriera
para dejar que se colara el brillo en sus segmentos lustrosos.
Los
cazadores de indios llegaron, tenían caras como la piedra y en vez de hablar,
gritaban como si hiciera falta.
La
mujer de Puyjú cargó al niño más pequeño. Los más grandecitos andarían tras
ellos con pasos debiluchos, la madre iba
llorando, entonces la luna se apiadó y
apagó la lucecita que iluminaba su rostro. No era bueno mostrar
debilidad, eso enojaba a los hombres que marchaban apresurados porque el tiempo pasaba demasiado rápido y había que
echar a los indios.
-Vamos,
apúrense, andando que no nos queda más tiempo, gritaba uno, revoleando un lazo
para matar rebeldías.
La
caravana de indígenas comenzó su injusta marcha. En el ingenio situado muy
lejos de allí, el ejército esperaba la llegada de la mano de obra barata aunque
la suya también lo fuera y no se daban cuenta.
El
indio tenía patrón de la boca para afuera.
Los
milicos lo asumían, las armas que les entregaran los hacían sentir dioses.
¡Imbéciles! –insultó la luna por lo bajo.
Meses
y meses duraba la travesía, algunos llegaban, otros quedaban insepultos por los
caminos boscosos, yo besaba sus frentes mientras seguía iluminando el paso de
aquellos pobres seres con sus niños a
cuesta.
La
luna, que a veces estaba gorda, otras no podía soportar lo que veían sus ojos y
revertía su mirada. Algunas noches desaparecía agotada en el dolor para
aparecer luego y la tristeza debilitaba su brillo hasta que se recomponía.
El
sol cumplía su turno y cuando terminaba
le hacía un guiño para que apareciera en
el cielo.
Una
noche la hilera, aunque diezmada, llegó al ingenio. Durmieron bajo las
estrellas hasta la mañana siguiente cuando comenzaron a preparar sus huetes con
caña, troncos, paja y maloja.
Cuando
comenzó la zafra muchos cuerpos esqueléticos se quebraron de dolor. Fueron
pasando los años, rarísimas enfermedades comenzaron a llevarse a los
trabajadores forzados. Los bolsillos de los dueños del ingenio se iban
engrosando manchados por la sangre de tantos explotados.
Numerosos
infantes fueron muriendo debido a las precarias condiciones de higiene y
alimentación a las que eran sometidos. Otros nacían difuntos,
negándose a ver el dolor que allí reinaba.
La
luna y el sol siguieron turnándose, algunas veces el cielo les daba franco forzado,
pues era tanto el llanto que brotaba de sus ojos que se convertía en lluvia
sobre los cuerpos morenos forzados sin la más mínima clemencia.
Uno
de los hijos de Puyjú, de tan solo siete
años, una mañana sin sol comenzó a toser extraño, su cuerpito estaba caliente,
un par de veces se cayó mientras pelaba la caña. De su boquita sin risa brotó
un hilo de sangre.
-Así
estaba Nohien, el hijo de Allpa cuando una noche se nos fue, pensó Puyjú.
Su
instinto de padre le despertaba los sentidos. Al llegar el atardecer susurró bajito al oído de su compañera.
-Debo
sacar al muchacho, tengo que llegar adonde está el anciano para que le de su
medicina porque se nos está yendo.
-¿Cómo
hará? Preguntó ella.
-No
se, respondió Puyjú, trataré de que los árboles me cubran, cargaré al niño que ya ni fuerzas tiene para
caminar, de alguna manera llegaré. Si preguntan por mí, les dices que no sabes que pasó, que estabas
durmiendo y no escuchaste nada. Seguro se enojarán pero el niño se nos muere si
no hacemos algo.
Esa
noche la luna no brilló en el ingenio, las nubes formaron un enorme cerco de
complicidad para que las sombras se adueñaran del lugar.
Cargó
Puyjú a su hijito y casi arrastrándose con el niño en brazos fue alejándose del
grupo de huetes amparado por las sombras mientras para no ser oído tapaba la boca de su hijito cuando la tos aparecía.
Corrió
mucho, su mirada se perdía en la oscuridad, iba tanteando cada paso, tropezaba
pero una fuerza extraña lo empujaba y sostenía para no caer.
El
niño seguía caliente, Puyjú lo abrazaba fuerte y le decía al oído ¡Aguante,
machito! ¡No afloje!
Nunca
supimos cuántos metros hizo el hombre con una carga que era sangre de su
sangre.
-Alto,
dijo una voz que parecía del diablo.
El
silencio se instaló, Puyjú abrazó a su pequeño como si quisiera pegarlo a su
corazón curtido, pensó en los otros y
en su compañera, también en el anciano que podría salvar al crío.
La
luna no apareció y la noche se hizo más negra para ocultar aquellos cuerpos de
la voz maldita, pero no fue suficiente.
Uno,
dos, tres disparos sonaron rompiendo a la tenebrosidad cómplice, los fragmentos
del silencio se incrustaron en el cañaveral y hasta llegaron donde estaba la
peonada echada.
Abrazado
a su hijo quedó Puyjú entre las sombras. Un ángel bajó del cielo para cubrir
esos cuerpos con sus dos alas de muerte.
A
la mañana siguiente el sol se negó a salir, llovían lágrimas sobre el poblado.
Los indios murmuraban que sus hermanos
habían partido y estaban limpiando el dolor del cuerpito del pequeño y
de su padre.
En
silencio, como siempre, volvieron a la cosecha.
–Acá
están, son dos, gritó el milico que había descargado la pistola nefasta cuando
descubrió los cuerpos atravesados por sus propias balas.
-Indio
ladino, querer escaparse así, decía mientras reía.
-No
les gusta el trabajo, sucios y vagos, agregaba
mientras las carcajadas de las otras bestias asociadas herían el
cañaveral.
En
medio de aquel dolor la zafra siguió por años.
Como
demasiados pocos lo cuentan y a la Historia intentan cambiarla,
dando vueltas por sus páginas
algunos descubren que el azúcar es amargo y está manchado con sangre.
**huetes:
chozas de huichis o matacos
*Del
libro de cuentos “Destapando el silencio” Editorial Amaru. Argentina
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