De
aquellos huevos nacieron los esbirros*
Nechi Dorado
Golpea el mar el casco del navío
que me aleja de ti patria adorada.
Es medianoche; el cielo está sombrío;
negra la inmensidad alborotada…
Julio Flores
Dicen los ancianos, campesinos sabios que
andan por la vida taloneando historia para mantenerla galopando, que en un lugar
lejano donde no entra la mirada humana, el horizonte se junta con el cielo
formando un pliegue. Dicen que es allí donde anida el amor y adonde van a llorar las patrias, en secreto, cuando
son ultrajadas. Cuando el dolor de sus hijos se vuelve constante y la
intolerancia se enquista generando ambientes de rencor e injuria.
Cuando la congoja se convierte en úlcera y la
injusticia hace su nido desoyendo prédicas, fragmentando auroras, despellejando
recuerdos que se niegan al repliegue.
Las patrias, por tener instinto de madre
potenciado, sienten que todos sus hijos son maravillosos y los que no lo
parecen tanto, es porque erraron el camino como si se hubieran soltado de sus
manos a destiempo. O mejor dicho, porque se los arrancaron.
En la casi penumbra de una tarde que daba la
bienvenida al trote apresurado de la noche, antes de resbalar por la pendiente
de la sierra, una mujer morena de ojos hermosos, de mirada tan tierna como
canción de cuna de una abuela, se
acurrucó en el tronco de una palma de cera, su árbol preferido. A sus pies
plegó sus alas un cóndor andino mientras la brisa se iba enfriando de a poco.
Dicen los ancianos que esa mujer, igual que
sus hermanas, nunca está sola, que la tristeza acompaña cada uno de sus pasos
cuando anda hurgueteado el arcón de los recuerdos, sin embargo, su sonrisa es como una luz de esperanza que
no han podido asesinar. Eso es más visible
cuando las orquídeas estallan de color tratando de neutralizar ¡como si
pudieran! otros estallidos que sacuden la tierra y la parten en mil pedazos y la dejan
salpicada de trozos de vida que vuelan hacia otros rumbos donde no existe
sendero de regreso.
El rostro de esa mujer está lleno de cicatrices
igual que todo su cuerpo. Las heridas no lograron opacar su belleza así como
tampoco apagaron el brillo de esos ojos tan negros donde el dolor pareció
encontrar refugio para siempre. Mantiene una relación estrecha con sus
hermanas, el viento es cómplice para que sus voces trasciendan los límites que
algunos hombres impusieron con la pretensión de mantenerlas separadas. Como
cuando produjeron la ablación de su cuerpo y de ser sólo una mujer, fue
convertida en tres.
Uno de los dolores más grandes que ella siente
es a causa de las diferencias que mantienen sus hijos, discrepancias que datan
de mucho tiempo atrás, que jamás lograron conciliar y que cada día se torna más
evidente.
Incentivando esa disgregación, la hermana
también hermosa, la de los ojos que parecen pedacitos de color arrancados al
cielo, la que pasa sus días en su búnker de cobre, acero y concreto, hace
esfuerzos increíbles y no cesa en esa tarea macabra, despedazadora,
espeluznante.
Ella sabe que cuenta con la amistad interesada
de otra mujer. Una que pasa la vida merodeando alrededor de un muro donde todos
se desgarran en lamentos individuales en días de turismo ombliguista y desde
donde son exportados más lamentos.
La mujer, esa tarde casi devenida en noche,
alisó con sus manos la túnica que vestía y en la que unos micos graciosos
trataban de enredarse para hacerla sonreír.
¡Tan bella es cuando sus dientes asoman por
esa boca de cuyos labios tibios mana el amor que mima a la vida!
La vida… Hablar de eso, allí, parece casi una
incongruencia, su antítesis irguió su culto en una catedral de infamia
programada.
Ciñó su cintura fina con una faja formada por
tres franjas, una más ancha de color amarillo como el sol. Pegadita tiene una
azul, donde quedó atrapado el tono del cielo y de los mares, la tercera franja
es roja. En esa banda ella guarda la
sangre de los hijos que la defendieron de agresiones sin lograrlo del todo, hasta el momento.
En el hombro izquierdo lleva un escudo donde
quedó grabada la memoria y que brilla dándole más imponencia a su figura de
madraza brava incorruptible.
Una bandada de colibríes multicolores
entrelazó sus cabellos renegridos formando dos trenzas que se deslizaban sobre su espalda morena.
Rodearon su cabeza con una corona de orquídeas
y flores silvestres, esas que nacen libres, que no necesitan cuidados especiales y se reproducen entre la calidez
de la hierba cerrando sus pétalos cuando el sol se desplaza hacia su covacha en
el horizonte enlomado. Flores que perviven pese a las bocanadas de nubes que
salen de las panzas de los helicópteros degenerando todo.
Pese al agente naranja y al glifosato.
Pese a las ráfagas de M61 que desangran la
naturaleza dejando nuevas heridas en el rostro y en el alma de la Matria.
Ella mira los picos de las montañas y de sus
ojos parecen escapar signos de interrogación, como si le preguntara al aire
por qué
causa cuesta tanto lograr que sus hijos dispersos vuelvan a unirse.
Por qué tantos tuvieron que dejar su paisaje
como postal estampada en el centro de los sentidos para ir a buscar refugio
atravesando mares, tratando de alcanzar otra luz para protegerse de ese odio ancestral casi santificado, bendecido
por el silencio y el olvido.
Bendecido por la insensibilidad de alguna
iglesia donde un demonio travestido desalojó a algún dios que andaba preocupado
por otras cuestiones.
Esa noche, como todas, volvería su sueño
recurrente. Sentiría nuevamente la risa de Jairo, de Juan, de Luz, de Yamile, de Mónica y de Enrique, de
Iván y de Jorge Eliécer, de Manuel y de Raúl.
De muchas Juana y montones de José.
Sentiría las voces rebotando contra los bananares
saludándola antes de partir hacia sus trabajos o escuelas como hacían cada
mañana hasta ser devorados por el tiempo, la distancia y la irracionalidad.
Sentiría la risa de los niños e imaginaría la
de los que nacieron lejos, aunque ella conocía muy bien sus rostros sin
haberlos visto nunca, porque las caras del desarraigo forzado, del transplante
sin consenso previo, tienen los mismos rasgos deschavantes calcados en los
poros.
Rasgos de adioses indefinidos que sepultan al
abrazo y a las caricias.
Dicen
los viejos del pueblo que ella nunca duerme pero sueña, que pasa las horas un
poco acá, otro poco más allá. Dicen que sus ojos son tan poderosos que pueden
ver tanto de día como de noche lo que ocurre en el norte y en el sur. Que no la
mojan las lluvias ni la oscurece la noche. Que no la pudo matar el dolor por
más fuerza que hiciera por lograrlo. Igualito que sus hermanas.
Dicen
también que ella cambia sus gestos en el momento del recuerdo al que le dedica
las últimas horas de los días, cuando el águila cierra sus ojos y al silencio
lo rompen estampidos a lo lejos.
En
su reminiscencia, la nostalgia se centra en el momento cuando su hermana envió
a la serpiente a recorrer su cuerpo dejando huevos que cuando rompieron, dieron luz a
espantos que se multiplicaron. Los bananos también allí fueron el tesoro
codiciado que el reptil comenzó a arrancar para llevarlos, por la fuerza, hacia el coloso que se yergue a
miles de kilómetros.
Historia repetitiva cargada de tristezas que
hace falta mantener en movimiento para que nunca se olvide.
Chiquita-bra nunca anduvo sola, escuadrones
militares vigilaban que ella pudiera desplazarse a lo largo y ancho del
territorio, como dueña impuesta a fuerza de balacera. Bastaba que alguien osara
detener su reptar enajenado para que ellos actuaran como marionetas
irracionales, como lacayos despersonalizados que sólo saben cumplir órdenes
inconcientes que también afectarían a
ellos mismos y a sus familias.
¡Es que la baba de Chiquita se fue enroscando
en la chatura de sus cerebros con precio donde pocas funciones se
desarrollaron! Donde prevaleció el dinero y la ignorancia.
La primera tarea de la bestia fue la de
desovar por entre las matas y los caminos para que de cada huevo fueran
naciendo sicarios, asesinos a sueldo
capaces de matar hasta los sueños. Esbirros de carne descompuesta.
La mujer recordaba aquella entrada sin
esfuerzo que con el tiempo iría rasgando su túnica, desovillando terrores,
acumulando pilas de desperdicios en que se convirtieron algunas almas.
Demasiadas, muchas más de las que cualquiera hubiera podido imaginar o
soportar.
Cuentan los viejos sabios que los hijos de la
mujer que trataron de parar el paso de la serpiente, fueron devorados uno a
uno. Que los productos del desove se reproducían constantemente, pero dicen también que hasta el momento no
han podido cumplir todos sus deseos porque la esperanza se escondió, una tarde, en esa túnica que parece de nube,
en el regazo tibio de la mujer morena.
Se escondió una tarde cuando ella se
refugió un ese lugar lejano donde no
alcanza la mirada humana, donde el horizonte
se junta con el cielo formando un pliegue donde anida el amor y
adonde van a llorar las patrias cuando
son ultrajadas. La esperanza no quiso abandonarla, se sintió tan protegida en su seno que nunca
cedió el lugar perfumado por la brisa fresca del lugar.
Chiquita y su madre que hasta hoy observa todo
desde la estatua, crearon ejércitos legales y otros que no lo fueron, aunque ambos
actuaron siempre en concordancia, unos haciendo el trabajo desde una supuesta
legalidad, mientras los otros eran entrenados por hombres que trasladaron los
lamentos. Contaron para la tarea sucia con el aporte monetario, ideológico,
geopolítico, de la mujer desde el coloso donde la basura cae como si fuera un
manto dantesco empuntillado de perversión y voracidad.
Dicen que todavía lo sigue haciendo, porque si
bien Chiquita parece que se replegó, en realidad lo que hizo fue abrir paso a
otras sombras apocalípticas. Fue limpiando el terreno, de respuestas nobles,
para que otros huevos tan perversos como los que dejara, fueran abriéndose
convertidos en génesis de los mercenarios.
Décadas de congoja vive hasta el momento esa
mujer bellísima pese a tantas cicatrices.
Décadas de andar de un lado a otro sorteando
cuerpos inertes.
Décadas de sentir gemidos de dolor, ayes
sofocados en pozos comunes de tierra apuñalada que las huestes del crimen
organizado cavan con impunidad por la túnica de la mujer.
Décadas de muerte, décadas de lucha, décadas
de siembra de viudas y de huérfanos.
De lágrimas que brotan dejando ríos de sal
sobre las mejillas de las hijas e hijos que no quisieron convertir al espanto
en una amigo inseparable.
Dicen los mismos viejos que entraron por las
puertas de la historia, que ven a la mujer sonriendo con la mirada en la selva.
Que su ilusión quedó prendida entre el ramaje verde donde duendes de paz van
labrando un camino muchas veces teñido de rojo sangre.
Dicen que esos duendes son los hijos
preferidos de esa mujer hermosa, por eso son tan odiados por la otra, la
entrometida, la que cuando ve felicidad aplica su veneno porque no sabe
compartir dentro de su propio infierno escabullido en su sangre.
Está tan contaminada que su cercanía produce
asco en aquellos que pasan cerca y hasta en los que se refugian en ella
tratando de encontrar el sueño de las maravillas, que hasta el momento, nadie
sabe muy bien donde se esconde.
En que recoveco inmundo de su vestido,
escondido bajo cual de las estrellas que aprietan su cintura, yacientes, sin
vida, sin brillo, porque las
instaló la fuerza cuando las arrancaron
del sitio donde debían permanecer si esa mujer no hubiera sido tan abominable
hasta para con los suyos.
La mujer morena acomoda tiernamente la corona
de orquídeas que los picaflores tejieron antes de colocarla sobre su cabeza
negra como la noche, sabe que los bananos fueron su desgracia. Pero sabe
también que parió hijos e hijas capaces de dar su vida por ella, por su memoria
y ese es el orgullo que aún la mantiene viva.
Dicen los viejos que hace poco tiempo, la
mujer repugnante, la que convirtió su alma en concreto, la que no entiende de
amor ni de respeto, clavó siete dagas sobre la falda espumosa de su hermana
morena.
En cada daga dejó el germen de los cerebros
corrompidos, hay baba de desprecio, hay zombis que sólo saben acatar órdenes
que llegan desde tan lejos implantadas en un idioma diferente. El horror tiene
la particularidad de hacerse entender de cualquier forma.
El horror unifica a la Babel, copia gestos,
agudiza miedos, deshumaniza volviendo harapos lo que imagina pudieran ser respiros.
Desde esas siete dagas dotadas de la fuerza de
cíclopes errantes, la mujer de la estatua puede controlar cada cosa que suceda
donde sus hermanas tratan de amasar el
sueño de sus hijos, de acunar el mañana, de amamantar el porvenir que de
momento sigue desnutrido.
Dicen los mismos ancianos que en las noches de
luna aparecen aquellos duendes en puntillas de pie, sin hacer ruido. Que salen
a escondidas rasgando la impenetrabilidad del monte para cerrar cada herida
nueva que se abre en ese cuerpo doliente.
Dicen que esas caricias tienen la magia de
convertir cada herida en costurón de la
memoria, que las dejan allí como para que nadie olvide que el cuerpo de su
madre fue ultrajado por la serpiente repugnante.
Los viejecitos que suelen soltar la lengua
cuando es preciso zamarrear al recuerdo,
fieles custodios memoriosos de la mujer aindiada, cuando la noche se
cerró completamente marcando presencia y espantando a las sombras vampirescas,
partieron rumbo al palmar para presenciar la escena trascendente del encuentro
entre madre e hijos.
Allí estaban ellas y ellos, acariciando a la
madre repitiendo la imagen de cada noche de luna lloriqueosa, mientras el sol
se despatarraba en su lecho de horizonte tratando de olvidar los espectáculos
macabros.
Esos que se hacen gracias a la impunidad con
que cuentan las sombras fantasmagóricas.
A lo lejos se escucha el grito destemplado
de dragones escupiendo fuego entre el
rugido espeluznante de motosierras desbocadas que van partiendo aquellos huevos
de los que nacerán nuevos esbirros.
Los hijos que partieron con rumbo fijo y los
que partieron hacia el eterno ¡que se yo dónde! agitan las hojas de las palmas
para que cada lágrima de su madre se convierta en coraza que impida que la
mujer muera del todo.
Ella sigue envuelta en su silencio un poco
chasqueando arroyos, otro poco acunando ayeres; viendo el rostro descarnado de
la muerte que se arrastra sostenida por marionetas, allí, donde sus hijos
tratan de recoger fragmentos para poder recomponer la vida que contaminara la
espesa baba de Chiquita.
Esa que ahora tiene otro nombre y que al mudar
su piel por los caminos, fue dejando una estela contaminada que se espera no
quede para siempre.
Terminan su relato, esos ancianos, dejando una
sentencia iluminada
-Sólo los duendes podrán borrar esa huella
cargada de veleidad disciplinante que llegó hace mucho tiempo para instalarse
en la hoja de vida de esta madre.
Cerca de allí rompían otros huevos, de su yema
voraz nacían más esbirros. Ella acariciaba el sol que en un descuido, sin que
nadie lo viera, se metió por su bolsillo para alumbrar el recuerdo de tantos
hijos caídos…
*Del libro “Taloneando la memoria”. Editorial
Amaru. Argentina
Pintura de la compañera Inti Maleywa: La esperanza eterna
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