domingo, 2 de diciembre de 2012

De aquellos huevos nacieron los esbirros




De aquellos huevos nacieron los esbirros*

Nechi Dorado

                                                                                  
                                                                                       Golpea el mar el casco del navío
                                                                                   que me aleja de ti patria adorada.
                                                                              Es medianoche; el cielo está sombrío;
                                                                           negra la inmensidad alborotada…
                                                                                        Julio  Flores

Dicen los ancianos, campesinos sabios que andan por la vida taloneando historia para mantenerla galopando, que en un lugar lejano donde no entra la mirada humana, el horizonte se junta con el cielo formando un pliegue. Dicen que es allí donde anida el amor y adonde  van a llorar las patrias, en secreto, cuando son ultrajadas. Cuando el dolor de sus hijos se vuelve constante y la intolerancia se enquista generando ambientes de rencor e injuria.
Cuando la congoja se convierte en úlcera y la injusticia hace su nido desoyendo prédicas, fragmentando auroras, despellejando recuerdos que se niegan al  repliegue.
Las patrias, por tener instinto de madre potenciado, sienten que todos sus hijos son maravillosos y los que no lo parecen tanto, es porque erraron el camino como si se hubieran soltado de sus manos a destiempo. O mejor dicho, porque se los arrancaron.
En la casi penumbra de una tarde que daba la bienvenida al trote apresurado de la noche, antes de resbalar por la pendiente de la sierra, una mujer morena de ojos hermosos, de mirada tan tierna como canción de cuna de una abuela,  se acurrucó en el tronco de una palma de cera, su árbol preferido. A sus pies plegó sus alas un cóndor andino mientras la brisa se iba enfriando de a poco.

Dicen los ancianos que esa mujer, igual que sus hermanas, nunca está sola, que la tristeza acompaña cada uno de sus pasos cuando anda hurgueteado el arcón de los recuerdos, sin embargo,  su sonrisa es como una luz de esperanza que no han podido asesinar. Eso es más visible  cuando las orquídeas estallan de color tratando de neutralizar ¡como si pudieran! otros estallidos que sacuden la tierra  y la parten en mil pedazos y la dejan salpicada de trozos de vida que vuelan hacia otros rumbos donde no existe sendero de regreso.
El rostro de esa mujer está lleno de cicatrices igual que todo su cuerpo. Las heridas no lograron opacar su belleza así como tampoco apagaron el brillo de esos ojos tan negros donde el dolor pareció encontrar refugio para siempre. Mantiene una relación estrecha con sus hermanas, el viento es cómplice para que sus voces trasciendan los límites que algunos hombres impusieron con la pretensión de mantenerlas separadas. Como cuando produjeron la ablación de su cuerpo y de ser sólo una mujer, fue convertida  en tres.
Uno de los dolores más grandes que ella siente es a causa de las diferencias que mantienen sus hijos, discrepancias que datan de mucho tiempo atrás, que jamás lograron conciliar y que cada día se torna más evidente.
Incentivando esa disgregación, la hermana también hermosa, la de los ojos que parecen pedacitos de color arrancados al cielo, la que pasa sus días en su búnker de cobre, acero y concreto, hace esfuerzos increíbles y no cesa en esa tarea macabra, despedazadora, espeluznante.
Ella sabe que cuenta con la amistad interesada de otra mujer. Una que pasa la vida merodeando alrededor de un muro donde todos se desgarran en lamentos individuales en días de turismo ombliguista y desde donde son exportados más lamentos.

La mujer, esa tarde casi devenida en noche, alisó con sus manos la túnica que vestía y en la que unos micos graciosos trataban de enredarse para hacerla sonreír.
¡Tan bella es cuando sus dientes asoman por esa boca de cuyos labios tibios mana el amor que mima a la vida!
La vida… Hablar de eso, allí, parece casi una incongruencia, su antítesis irguió su culto en una catedral de infamia programada.
Ciñó su cintura fina con una faja formada por tres franjas, una más ancha de color amarillo como el sol. Pegadita tiene una azul, donde quedó atrapado el tono del cielo y de los mares, la tercera franja es roja.  En esa banda ella guarda la sangre de los hijos que la defendieron de agresiones  sin lograrlo del todo, hasta el momento.
En el hombro izquierdo lleva un escudo donde quedó grabada la memoria y que brilla dándole más imponencia a su figura de madraza brava incorruptible.
Una bandada de colibríes multicolores entrelazó sus cabellos renegridos formando dos trenzas que se deslizaban  sobre su espalda morena.
Rodearon su cabeza con una corona de orquídeas y flores silvestres, esas que nacen libres, que no necesitan cuidados  especiales y se reproducen entre la calidez de la hierba cerrando sus pétalos cuando el sol se desplaza hacia su covacha en el horizonte enlomado. Flores que perviven pese a las bocanadas de nubes que salen de las panzas de los helicópteros degenerando todo.
Pese al agente naranja y al glifosato.
Pese a las ráfagas de M61 que desangran la naturaleza dejando nuevas heridas en el rostro y en el alma de la Matria.

Ella mira los picos de las montañas y de sus ojos parecen escapar signos de interrogación, como si le preguntara al aire por  qué  causa cuesta tanto lograr que sus hijos dispersos vuelvan a unirse.
Por qué tantos tuvieron que dejar su paisaje como postal estampada en el centro de los sentidos para ir a buscar refugio atravesando mares, tratando de alcanzar otra luz para protegerse de ese  odio ancestral casi santificado, bendecido por el silencio y el olvido.
Bendecido por la insensibilidad de alguna iglesia donde un demonio travestido desalojó a algún dios que andaba preocupado por otras cuestiones.
Esa noche, como todas, volvería su sueño recurrente. Sentiría nuevamente la risa de Jairo, de Juan,  de Luz, de Yamile, de Mónica y de Enrique, de Iván y de Jorge Eliécer, de Manuel y de Raúl.
De muchas Juana y montones de José.
Sentiría las voces rebotando contra los bananares saludándola antes de partir hacia sus trabajos o escuelas como hacían cada mañana hasta ser devorados por el tiempo, la distancia y la irracionalidad.
Sentiría la risa de los niños e imaginaría la de los que nacieron lejos, aunque ella conocía muy bien sus rostros sin haberlos visto nunca, porque las caras del desarraigo forzado, del transplante sin consenso previo, tienen los mismos rasgos deschavantes calcados en los poros.
Rasgos de adioses indefinidos que sepultan al abrazo y a las caricias.

Dicen los viejos del pueblo que ella nunca duerme pero sueña, que pasa las horas un poco acá, otro poco más allá. Dicen que sus ojos son tan poderosos que pueden ver tanto de día como de noche lo que ocurre en el norte y en el sur. Que no la mojan las lluvias ni la oscurece la noche. Que no la pudo matar el dolor por más fuerza que hiciera por lograrlo. Igualito que sus hermanas.
Dicen también que ella cambia sus gestos en el momento del recuerdo al que le dedica las últimas horas de los días, cuando el águila cierra sus ojos y al silencio lo rompen  estampidos a lo lejos.
En su reminiscencia, la nostalgia se centra en el momento cuando su hermana envió a la serpiente a recorrer su cuerpo dejando  huevos que cuando rompieron, dieron luz a espantos que se multiplicaron. Los bananos también allí fueron el tesoro codiciado que el reptil comenzó a arrancar para llevarlos, por  la fuerza, hacia el coloso que se yergue a miles de kilómetros.
Historia repetitiva cargada de tristezas que hace falta mantener en movimiento para que nunca se olvide.

Chiquita-bra nunca anduvo sola, escuadrones militares vigilaban que ella pudiera desplazarse a lo largo y ancho del territorio, como dueña impuesta a fuerza de balacera. Bastaba que alguien osara detener su reptar enajenado para que ellos actuaran como marionetas irracionales, como lacayos despersonalizados que sólo saben cumplir órdenes inconcientes que también  afectarían a ellos mismos y a sus familias.
¡Es que la baba de Chiquita se fue enroscando en la chatura de sus cerebros con precio donde pocas funciones se desarrollaron! Donde prevaleció el dinero y la ignorancia.
La primera tarea de la bestia fue la de desovar por entre las matas y los caminos para que de cada huevo fueran naciendo  sicarios, asesinos a sueldo capaces de matar hasta los sueños. Esbirros de carne descompuesta.
La mujer recordaba aquella entrada sin esfuerzo que con el tiempo iría rasgando su túnica, desovillando terrores, acumulando pilas de desperdicios en que se convirtieron algunas almas. Demasiadas, muchas más de las que cualquiera hubiera podido imaginar o soportar.

Cuentan los viejos sabios que los hijos de la mujer que trataron de parar el paso de la serpiente, fueron devorados uno a uno. Que los productos del desove se reproducían constantemente,  pero dicen también que hasta el momento no han podido cumplir todos sus deseos porque la esperanza se escondió,  una tarde, en esa túnica que parece de nube, en el regazo tibio de la mujer morena.
Se escondió una tarde cuando ella se refugió  un ese lugar lejano donde no alcanza la mirada humana, donde el horizonte  se junta con el cielo formando un pliegue donde anida el amor y adonde  van a llorar las patrias cuando son ultrajadas. La esperanza no quiso abandonarla,  se sintió tan protegida en su seno que nunca cedió el lugar perfumado por la brisa fresca del lugar.

Chiquita y su madre que hasta hoy observa todo desde la estatua, crearon ejércitos legales y otros que no lo fueron, aunque ambos actuaron siempre en concordancia, unos haciendo el trabajo desde una supuesta legalidad, mientras los otros eran entrenados por hombres que trasladaron los lamentos. Contaron para la tarea sucia con el aporte monetario, ideológico, geopolítico, de la mujer desde el coloso donde la basura cae como si fuera un manto dantesco empuntillado de perversión y voracidad.

Dicen que todavía lo sigue haciendo, porque si bien Chiquita parece que se replegó, en realidad lo que hizo fue abrir paso a otras sombras apocalípticas. Fue limpiando el terreno, de respuestas nobles, para que otros huevos tan perversos como los que dejara, fueran abriéndose convertidos en génesis de los mercenarios.
Décadas de congoja vive hasta el momento esa mujer bellísima pese a tantas cicatrices.
Décadas de andar de un lado a otro sorteando cuerpos inertes.
Décadas de sentir gemidos de dolor, ayes sofocados en pozos comunes de tierra apuñalada que las huestes del crimen organizado cavan con impunidad por la túnica de la mujer.
Décadas de muerte, décadas de lucha, décadas de siembra de viudas y de huérfanos.
De lágrimas que brotan dejando ríos de sal sobre las mejillas de las hijas e hijos que no quisieron convertir al espanto en una amigo inseparable.

Dicen los mismos viejos que entraron por las puertas de la historia, que ven a la mujer sonriendo con la mirada en la selva. Que su ilusión quedó prendida entre el ramaje verde donde duendes de paz van labrando un camino muchas veces teñido de rojo sangre.
Dicen que esos duendes son los hijos preferidos de esa mujer hermosa, por eso son tan odiados por la otra, la entrometida, la que cuando ve felicidad aplica su veneno porque no sabe compartir dentro de su propio infierno escabullido en su sangre.
Está tan contaminada que su cercanía produce asco en aquellos que pasan cerca y hasta en los que se refugian en ella tratando de encontrar el sueño de las maravillas, que hasta el momento, nadie sabe muy bien donde se esconde.
En que recoveco inmundo de su vestido, escondido bajo cual de las estrellas que aprietan su cintura, yacientes, sin vida, sin brillo, porque  las instaló  la fuerza cuando las arrancaron del sitio donde debían permanecer si esa mujer no hubiera sido tan abominable hasta para con los suyos.

La mujer morena acomoda tiernamente la corona de orquídeas que los picaflores tejieron antes de colocarla sobre su cabeza negra como la noche, sabe que los bananos fueron su desgracia. Pero sabe también que parió hijos e hijas capaces de dar su vida por ella, por su memoria y ese es el orgullo que aún la mantiene viva.

Dicen los viejos que hace poco tiempo, la mujer repugnante, la que convirtió su alma en concreto, la que no entiende de amor ni de respeto, clavó siete dagas sobre la falda espumosa de su hermana morena.
En cada daga dejó el germen de los cerebros corrompidos, hay baba de desprecio, hay zombis que sólo saben acatar órdenes que llegan desde tan lejos implantadas en un idioma diferente. El horror tiene la particularidad de hacerse entender de cualquier forma.
El horror unifica a la Babel, copia gestos, agudiza miedos, deshumaniza volviendo harapos lo que  imagina pudieran ser respiros.
Desde esas siete dagas dotadas de la fuerza de cíclopes errantes, la mujer de la estatua puede controlar cada cosa que suceda donde sus  hermanas tratan de amasar el sueño de sus hijos, de acunar el mañana, de amamantar el porvenir que de momento sigue desnutrido.

Dicen los mismos ancianos que en las noches de luna aparecen aquellos duendes en puntillas de pie, sin hacer ruido. Que salen a escondidas rasgando la impenetrabilidad del monte para cerrar cada herida nueva que se abre en ese cuerpo doliente.
Dicen que esas caricias tienen la magia de convertir  cada herida en costurón de la memoria, que las dejan allí como para que nadie olvide que el cuerpo de su madre fue ultrajado por la serpiente repugnante.
Los viejecitos que suelen soltar la lengua cuando es preciso zamarrear al recuerdo,  fieles custodios memoriosos de la mujer aindiada, cuando la noche se cerró completamente marcando presencia y espantando a las sombras vampirescas, partieron rumbo al palmar para presenciar la escena trascendente del encuentro entre madre e hijos.
Allí estaban ellas y ellos, acariciando a la madre repitiendo la imagen de cada noche de luna lloriqueosa, mientras el sol se despatarraba en su lecho de horizonte tratando de olvidar los espectáculos macabros.
Esos que se hacen gracias a la impunidad con que cuentan las sombras fantasmagóricas.

A lo lejos se escucha el grito destemplado de  dragones escupiendo fuego entre el rugido espeluznante de motosierras desbocadas que van partiendo aquellos huevos de los que nacerán nuevos esbirros.
Los hijos que partieron con rumbo fijo y los que partieron hacia el eterno ¡que se yo dónde! agitan las hojas de las palmas para que cada lágrima de su madre se convierta en coraza que impida que la mujer muera del todo.

Ella sigue envuelta en su silencio un poco chasqueando arroyos, otro poco acunando ayeres; viendo el rostro descarnado de la muerte que se arrastra sostenida por marionetas, allí, donde sus hijos tratan de recoger fragmentos para poder recomponer la vida que contaminara la espesa baba de Chiquita.
Esa que ahora tiene otro nombre y que al mudar su piel por los caminos, fue dejando una estela contaminada que se espera no quede para siempre.
Terminan su relato, esos ancianos, dejando una sentencia iluminada
-Sólo los duendes podrán borrar esa huella cargada de veleidad disciplinante que llegó hace mucho tiempo para instalarse en la hoja de vida de esta madre.

Cerca de allí rompían otros huevos, de su yema voraz nacían más esbirros. Ella acariciaba el sol que en un descuido, sin que nadie lo viera, se metió por su bolsillo para alumbrar el recuerdo de tantos hijos caídos…

*Del libro “Taloneando la memoria”. Editorial Amaru. Argentina

Pintura de la compañera Inti Maleywa: La esperanza eterna

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