A
|
riel Zimmermann era un judío de
habla Yiddish, llegado a Provincia con su pequeña familia poco después de
concluida la segunda guerra mundial, y según la tradición de su apellido era
carpintero, o mejor, especialista en maderas. Al poco tiempo montó en uno de
los extremos de la calle real de Provincia, un tallercito básico, primero de
reparación de taburetes y mesas que existían en el pueblo y después, a medida
que fue ahorrando, amplió a la compra de tablones de maderas preciosas, a los
colonos aserradores quienes los traían por caminos infernales desde la selva
vecina, arrastrados por mulas.
La familia formada por Ariel,
un hombre joven, fornido de cabeza cuadrada y signos claros de calvicie, su
esposa Idda, una mujer delgada y cabello rubio hasta la nuca vestida con faldas
de tela florida, dedicada a cuidar una pequeña huerta casera ubicada en el
solar trasero de la casa, y Sara, la pequeña hija de ojos grandes y dientes
grandes y salidos. Desde los viernes por la tarde la casa de los Zimmermann
entraba en una quietud y un silencio pavorosos, que solo se rompían la mañana
del lunes siguiente. Nunca compraban pan en la panadería del pueblo y
preparaban sus propias comidas, lo que les daba un cierto aire de lejanía con
los demás habitantes de Provincia. Sin embargo, Ariel en un esfuerzo por
adaptarse y aprender el hablado de la región; practicaba con algunos vecinos y
visitantes a su taller, el escaso castellano básico aprendido en algún manual
español traído en el viaje, mientras su esposa e hija permanecían en la casa.
L
|
os negocios marcharon bien para
Ariel y pronto pudo construir al lado de la casa un galpón grande para acumular
los listones y tablones en espera del camión que los sacaría de Provincia hacia
Bogotá, en donde Saulo Levy, un amigo de su comunidad, los compraba para surtir
su fábrica de muebles finos de madera y cuero, destinados a la exportación,
especialmente a Miami. Pasado un tiempo, los arboles de maderas finas empezaron
a escasear en las selvas cercanas a Provincia, y los aserradores debieron
adentrarse aún más en la selva espesa para rozar quemar y aserrarlos y, el
precio de los tablones se fue haciendo más alto. Sin embargo Ariel, no se sabe
si asesorado o por propia iniciativa, en aquel ambiente político gubernamental
de sustitución de importaciones que todos los días la radio molía desde Bogotá,
encontró una oportunidad de ampliar los negocios y empezó a traer de regreso,
en el camión de la carga, pequeños retoños de pino verde; hacer almácigos y
enseñar a los colonos aserradores a sembrarlos formando grandes campos de
hileras geométricas de árboles en las quemas y talas que hacían, tal como los
había visto en su juventud en Europa Central. A esperar la maduración del
tronco al sol canicular, los ventisqueros y la lluvia intensa del monzón
amazónico, hasta lograr el grosor requerí do para talarlos, aserrarlos,
convertirlos en aserrín y tablones, para luego traerlos a Provincia arrastrados
a lomo de mula y remitirlos en buenas condiciones a Bogotá. Mientras tanto
Sara, a media que aprendía con su madre los primeros números y letras, fue
creciendo y haciéndose cada vez más femenina.
Ariel dándose cuenta del
crecimiento de Sara, fue al otro extremo del pueblo, a donde la monja directora
de la escuela para señoritas de Provincia. Le explicó su situación familiar y
le pidió encarecidamente le enseñase a Sara, excepto las materias religiosas,
todas las demás asignaturas. La monja aceptó darle a Sara ese trato especial y
pronto la niña estaba integrada al griterío de las demás alumnas y al ambiente
general del pueblo. Pero para ir de su casa a la escuela, Sara debía atravesar
diariamente dos veces, ida y vuelta, la plaza central y caminar un trecho de varias
cuadras por la calle real de Provincia.
Leonel Bareño, un escolar
adolescente, inquieto y con evidentes rasgos de rebeldía, notó la presencia
poco común y novedosa de Sara a su paso diario a través de la plaza principal
del pueblo y talvez, movido por la curiosidad que le inspiraba, más que por el
afán de conquista; empezó a esperar la a las horas acostumbradas, lanzándole
piropos y los mejores requiebros galantes que sabía o podía. Sara al principio,
tímidamente, respondió con una mirada, luego una sonrisita y después, dada la
asiduidad de Leonel, con algunas palabras sencillas. La comunicación se fue
ampliando paulatinamente hasta cuando pudieron caminar varias cuadras
conversando sobre su respectiva situación escolar.
A
|
riel seguía progresando y, de
dar trabajo a colonos aserradores, muleros, arrieros y cargadores de camión,
empezó a hacer pequeños adelantos en pesos a sus dependientes, que luego
cobraba en trabajo. No quiso, a pesar de la recomendación de Idda su esposa,
montar una tienda de abarrotes y abastos para venderle víveres y vituallas a
los endeudados. Las deudas, sagradas decía él, deben ser pagadas estrictamente
con jornales de trabajo. En Bogotá, Saulo Levy, un emprendedor hombre de
negocios, con conexiones en la comunidad de Miami, también agrandó su fábrica
de muebles finos tapizados en cuero y pudo aumentar sus exportaciones a Miami.
Era evidente que la sociedad comercial progresaba ostensiblemente sustituyendo
importaciones.
Entonces a Ariel, se le ocurrió
la idea de mejorar comprando una casa grande y antigua de dos pisos, con aleros
y solar trasero, un gran portón y con un extenso balcón corrido de dos
ventanales, en el marco de la plaza de Provincia. La arregló según su prudente
gusto familiar y se trasladó allí con ella, mientras los negocios continuó
realizándolos en su antiguo taller ampliado a la salida del pueblo.
U
|
n día cualquiera, desde el
balcón de la casa, Ariel vio a Sara hablando animadamente con un muchacho
desconocido, dando muestras evidentes de gran alegría. La esperó y todo lo que
Leonel oyó tras el gran portón, fueron unas voces airadas, gritos femeninos
seguidos de golpes secos y, un llanto profundo y prolongado.
Diez largos días estuvo
inútilmente Leonel esperando ansioso, la salida de Sara de la casa para ir a la
escuela; cuando finalmente, una mañana Sara salió indiferente sin siquiera
voltear a mirarlo, Leonel sintió que su corazón se arrugaba como un papel.
Caminó tras ella haciéndole muchas preguntas sin obtener respuesta. Pero alcanzó
a ver en la cara y en las piernas de Sara los verdugones largos que aún no
habían desaparecido del todo bajo su sonrosada piel. Insistió varios días más
sin obtener ni una sola palabra de respuesta. Entonces su ansiedad originaria
se tornó en una ira profunda y arrasadora. No comentó con nadie su infortunio y
no volvió a la escuela, para dedicar ese tiempo a preparar en silencio una
venganza sin sangre, pero aleccionadora.
Se fue a la vereda de Malpaso,
situada un poco más allá del cementerio de Provincia, en donde el viejito
Traslaviña tenía un rancho miserable llamado la Polvorearía en donde
fabricaba según la antigua tradición colonial española, los voladores o cohetes
pirotécnicos tronadores para las festividades religiosas del pueblo. Con muchos
ruegos y algunos cuantos pesos le logró sacar una libra de pólvora negra, y
estuvo yendo varios días a donde Traslaviña a que le enseñara cómo y sobre cual
papel grueso, de bolsa de cemento, se dispersaba finamente la pólvora para
envolverla, amarrarla fuertemente con un cáñamo o pita muy encerada y
asegurarla con alambre dulce delgado. La mecha, un hilo múltiple trenzado, se
enceraba con gotas de vela de cebo y aún caliente, se pasaba por sobre la misma
pólvora, para asegurar su ignición continua y prolongada. Traslaviña, mirándolo
por debajo del ala de su grasiento sombrero, con sus ojos turbios le dijo: -Es
un jeme por cada diez pasos de carrera.
L
|
eonel sigiloso, siguió con gran
cuidado las instrucciones de Traslaviña para armar el envoltorio. Consiguió un
candado herrumbroso pero fuerte, mientras vigilaba minuciosamente la llegada de
Ariel a la casa y la hora más oscura y solitaria de la plaza principal de
Provincia. Colocó el joto de pólvora en el quicio del portón. Puso el candado
en la aldaba de hierro forjado del portón, de tal manera que quedó totalmente
bloqueada su apertura. Encendió un fósforo y lo acercó a la mecha. Espero unos
segundos mientras vio avanzar el caminito luminoso y salió a la estampida. Como
le había advertido el viejito Traslaviña, alcanzó a correr media cuadra cuando
oyó la explosión como un trueno ensordecedor, pero siguió corriendo todo lo que
podía hacia el rio, tratando de alejarse lo más posible de la plaza del pueblo.
Esperó un rato en un potrero aislado a las afuera del pueblo, hasta regresar a
su casa con el mismo sigilo conque había salido.
Según se supo después, Ariel
aterrorizado trató de salir por el portón grande de la casa, pero al
encontrarlo imposible de abrir, pensó era un atentado para matarlo, o secuestrarlo.
Subió al segundo piso y por la parte de atrás de la casa se lanzó al solar, con
tan mala suerte que al caer se fracturó la pierna izquierda. A pesar de todo,
logró esconderse en una zanja y taparse con unas ramas. Así lo encontraron, al
aclarar la mañana, los soldados de la guarnición de Provincia que vinieron a
rodear la casa, brindarle protección y examinar minuciosamente la escena del
crimen, tomando muestras, fotos y buscando huellas digitales del sospechoso.
Ariel fue llevado de urgencia
en un yip militar, en un largo y penoso viaje, hasta Bogotá para ser operado de
su pierna fracturada y unas semanas después, en uno de los camiones de
trasporte de los tablones de madera, salía de Provincia un trasteo con los
muebles y la familia Zimmermann, dejando abandonadas todas sus propiedades y
los pinares de la selva, para no volver jamás. A los pocos días Leonel se
presentó en la guarnición militar del pueblo y le dijo al capitán comandante de
ese puesto, que deseaba ingresar como voluntario al ejército de Colombia.
Tampoco regresó a Provincia, nunca más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.