jueves, 13 de diciembre de 2012

Sustitución de importaciones en Provincia. Novela veredicta de Alberto Pinzón Sánchez



A
riel Zimmermann era un judío de habla Yiddish, llegado a Provincia con su pequeña familia poco después de concluida la segunda guerra mundial, y según la tradición de su apellido era carpintero, o mejor, especialista en maderas. Al poco tiempo montó en uno de los extremos de la calle real de Provincia, un tallercito básico, primero de reparación de taburetes y mesas que existían en el pueblo y después, a medida que fue ahorrando, amplió a la compra de tablones de maderas preciosas, a los colonos aserradores quienes los traían por caminos infernales desde la selva vecina, arrastrados por mulas.
La familia formada por Ariel, un hombre joven, fornido de cabeza cuadrada y signos claros de calvicie, su esposa Idda, una mujer delgada y cabello rubio hasta la nuca vestida con faldas de tela florida, dedicada a cuidar una pequeña huerta casera ubicada en el solar trasero de la casa, y Sara, la pequeña hija de ojos grandes y dientes grandes y salidos. Desde los viernes por la tarde la casa de los Zimmermann entraba en una quietud y un silencio pavorosos, que solo se rompían la mañana del lunes siguiente. Nunca compraban pan en la panadería del pueblo y preparaban sus propias comidas, lo que les daba un cierto aire de lejanía con los demás habitantes de Provincia. Sin embargo, Ariel en un esfuerzo por adaptarse y aprender el hablado de la región; practicaba con algunos vecinos y visitantes a su taller, el escaso castellano básico aprendido en algún manual español traído en el viaje, mientras su esposa e hija permanecían en la casa.

L
os negocios marcharon bien para Ariel y pronto pudo construir al lado de la casa un galpón grande para acumular los listones y tablones en espera del camión que los sacaría de Provincia hacia Bogotá, en donde Saulo Levy, un amigo de su comunidad, los compraba para surtir su fábrica de muebles finos de madera y cuero, destinados a la exportación, especialmente a Miami. Pasado un tiempo, los arboles de maderas finas empezaron a escasear en las selvas cercanas a Provincia, y los aserradores debieron adentrarse aún más en la selva espesa para rozar quemar y aserrarlos y, el precio de los tablones se fue haciendo más alto. Sin embargo Ariel, no se sabe si asesorado o por propia iniciativa, en aquel ambiente político gubernamental de sustitución de importaciones que todos los días la radio molía desde Bogotá, encontró una oportunidad de ampliar los negocios y empezó a traer de regreso, en el camión de la carga, pequeños retoños de pino verde; hacer almácigos y enseñar a los colonos aserradores a sembrarlos formando grandes campos de hileras geométricas de árboles en las quemas y talas que hacían, tal como los había visto en su juventud en Europa Central. A esperar la maduración del tronco al sol canicular, los ventisqueros y la lluvia intensa del monzón amazónico, hasta lograr el grosor requerí do para talarlos, aserrarlos, convertirlos en aserrín y tablones, para luego traerlos a Provincia arrastrados a lomo de mula y remitirlos en buenas condiciones a Bogotá. Mientras tanto Sara, a media que aprendía con su madre los primeros números y letras, fue creciendo y haciéndose cada vez más femenina.
Ariel dándose cuenta del crecimiento de Sara, fue al otro extremo del pueblo, a donde la monja directora de la escuela para señoritas de Provincia. Le explicó su situación familiar y le pidió encarecidamente le enseñase a Sara, excepto las materias religiosas, todas las demás asignaturas. La monja aceptó darle a Sara ese trato especial y pronto la niña estaba integrada al griterío de las demás alumnas y al ambiente general del pueblo. Pero para ir de su casa a la escuela, Sara debía atravesar diariamente dos veces, ida y vuelta, la plaza central y caminar un trecho de varias cuadras por la calle real de Provincia.  
Leonel Bareño, un escolar adolescente, inquieto y con evidentes rasgos de rebeldía, notó la presencia poco común y novedosa de Sara a su paso diario a través de la plaza principal del pueblo y talvez, movido por la curiosidad que le inspiraba, más que por el afán de conquista; empezó a esperar la a las horas acostumbradas, lanzándole piropos y los mejores requiebros galantes que sabía o podía. Sara al principio, tímidamente, respondió con una mirada, luego una sonrisita y después, dada la asiduidad de Leonel, con algunas palabras sencillas. La comunicación se fue ampliando paulatinamente hasta cuando pudieron caminar varias cuadras conversando sobre su respectiva situación escolar.

A
riel seguía progresando y, de dar trabajo a colonos aserradores, muleros, arrieros y cargadores de camión, empezó a hacer pequeños adelantos en pesos a sus dependientes, que luego cobraba en trabajo. No quiso, a pesar de la recomendación de Idda su esposa, montar una tienda de abarrotes y abastos para venderle víveres y vituallas a los endeudados. Las deudas, sagradas decía él, deben ser pagadas estrictamente con jornales de trabajo. En Bogotá, Saulo Levy, un emprendedor hombre de negocios, con conexiones en la comunidad de Miami, también agrandó su fábrica de muebles finos tapizados en cuero y pudo aumentar sus exportaciones a Miami. Era evidente que la sociedad comercial progresaba ostensiblemente sustituyendo importaciones.
Entonces a Ariel, se le ocurrió la idea de mejorar comprando una casa grande y antigua de dos pisos, con aleros y solar trasero, un gran portón y con un extenso balcón corrido de dos ventanales, en el marco de la plaza de Provincia. La arregló según su prudente gusto familiar y se trasladó allí con ella, mientras los negocios continuó realizándolos en su antiguo taller ampliado a la salida del pueblo.

U
n día cualquiera, desde el balcón de la casa, Ariel vio a Sara hablando animadamente con un muchacho desconocido, dando muestras evidentes de gran alegría. La esperó y todo lo que Leonel oyó tras el gran portón, fueron unas voces airadas, gritos femeninos seguidos de golpes secos y, un llanto profundo y prolongado.
Diez largos días estuvo inútilmente Leonel esperando ansioso, la salida de Sara de la casa para ir a la escuela; cuando finalmente, una mañana Sara salió indiferente sin siquiera voltear a mirarlo, Leonel sintió que su corazón se arrugaba como un papel. Caminó tras ella haciéndole muchas preguntas sin obtener respuesta. Pero alcanzó a ver en la cara y en las piernas de Sara los verdugones largos que aún no habían desaparecido del todo bajo su sonrosada piel. Insistió varios días más sin obtener ni una sola palabra de respuesta. Entonces su ansiedad originaria se tornó en una ira profunda y arrasadora. No comentó con nadie su infortunio y no volvió a la escuela, para dedicar ese tiempo a preparar en silencio una venganza sin sangre, pero aleccionadora.
Se fue a la vereda de Malpaso, situada un poco más allá del cementerio de Provincia, en donde el viejito Traslaviña tenía un rancho miserable llamado la Polvorearía en donde fabricaba según la antigua tradición colonial española, los voladores o cohetes pirotécnicos tronadores para las festividades religiosas del pueblo. Con muchos ruegos y algunos cuantos pesos le logró sacar una libra de pólvora negra, y estuvo yendo varios días a donde Traslaviña a que le enseñara cómo y sobre cual papel grueso, de bolsa de cemento, se dispersaba finamente la pólvora para envolverla, amarrarla fuertemente con un cáñamo o pita muy encerada y asegurarla con alambre dulce delgado. La mecha, un hilo múltiple trenzado, se enceraba con gotas de vela de cebo y aún caliente, se pasaba por sobre la misma pólvora, para asegurar su ignición continua y prolongada. Traslaviña, mirándolo por debajo del ala de su grasiento sombrero, con sus ojos turbios le dijo: -Es un jeme por cada diez pasos de carrera.

L
eonel sigiloso, siguió con gran cuidado las instrucciones de Traslaviña para armar el envoltorio. Consiguió un candado herrumbroso pero fuerte, mientras vigilaba minuciosamente la llegada de Ariel a la casa y la hora más oscura y solitaria de la plaza principal de Provincia. Colocó el joto de pólvora en el quicio del portón. Puso el candado en la aldaba de hierro forjado del portón, de tal manera que quedó totalmente bloqueada su apertura. Encendió un fósforo y lo acercó a la mecha. Espero unos segundos mientras vio avanzar el caminito luminoso y salió a la estampida. Como le había advertido el viejito Traslaviña, alcanzó a correr media cuadra cuando oyó la explosión como un trueno ensordecedor, pero siguió corriendo todo lo que podía hacia el rio, tratando de alejarse lo más posible de la plaza del pueblo. Esperó un rato en un potrero aislado a las afuera del pueblo, hasta regresar a su casa con el mismo sigilo conque había salido.
Según se supo después, Ariel aterrorizado trató de salir por el portón grande de la casa, pero al encontrarlo imposible de abrir, pensó era un atentado para matarlo, o secuestrarlo. Subió al segundo piso y por la parte de atrás de la casa se lanzó al solar, con tan mala suerte que al caer se fracturó la pierna izquierda. A pesar de todo, logró esconderse en una zanja y taparse con unas ramas. Así lo encontraron, al aclarar la mañana, los soldados de la guarnición de Provincia que vinieron a rodear la casa, brindarle protección y examinar minuciosamente la escena del crimen, tomando muestras, fotos y buscando huellas digitales del sospechoso.
Ariel fue llevado de urgencia en un yip militar, en un largo y penoso viaje, hasta Bogotá para ser operado de su pierna fracturada y unas semanas después, en uno de los camiones de trasporte de los tablones de madera, salía de Provincia un trasteo con los muebles y la familia Zimmermann, dejando abandonadas todas sus propiedades y los pinares de la selva, para no volver jamás. A los pocos días Leonel se presentó en la guarnición militar del pueblo y le dijo al capitán comandante de ese puesto, que deseaba ingresar como voluntario al ejército de Colombia. Tampoco regresó a Provincia, nunca más.       

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.